10.10.16

SITGES 2016: Jornada 4 (de casas mortecinas, ecologismo plomizo, quincorros adoradores de Bogart y secuestradores enamoradizos)

Ayer por la noche, en sesión golfa, sufrí el infortunio de asistir al pase de Abattoir, un subproducto de esos que, antaño, estaban destinados a ocupar la última estantería de los video-clubs más cochambrosos. Una película sin pies ni cabeza, pésimamente interpretada (que pena da esa pareja protagonista tan anodina compuesta por Jessica Lowndes y Joe Anderson), en donde una periodista y un policía investigan una extraño y sobrenatural caso en donde un anciano se dedica a robar las habitaciones de las casas en donde se han cometido crímenes brutales. El inventor y responsable de esta animalada es un tal Darren Lynn Bousman, el mismo que dirigiera tres partes de la saga Saw y que, por verse en posesión de una cámara digital comprada en un mercadillo, se cree con la facultad de poder hacer lo que le venga en gana. Totalmente tremendos sus últimos quince minutos de proyección, en donde los protagonistas se pasean por el interior de una mansión construida a retales de las piezas que han sido escenarios de asesinatos. Delirante, ridícula y risible. Da más miedo el recorrido por el Hotel Krueger del Tibidabo que el visionado de este descomunal despropósito. Serie Z de lo más patético.


Recién levantado, la primera película de hoy lunes (4 día de festival) ha sido Salt And Fire, uno de esos aburrimientos a los que últimamente nos tiene muy acostumbrados el amigo Werner Herzog y que, a manera de thriller ecologista, nos narra los avatares de un grupo de científicos en un país latinoamericano al que han sido enviados para estudiar ciertas malformaciones geológicas. La cosa empieza bien, ya que la historia parte del secuestro de la expedición por parte de un grupo de hombres enmascarados. Pero todo se queda en eso ya que, ante todo, la cinta sólo profundiza en la relación de charlatanería supina que se establece entre Michael Shannon (indiscutiblemente lo mejor del plomizo producto, dando vida al raptor de marras) y Veronica Ferres (la interesante madurita que interpreta a la jefa del grupo investigador), olvidándose casi por completo de su proclama ecologista. Una de tantas colgadas del amigo Herzog que llega a su máximo esplendor como gigantesca tomadura de pelo cuando la tal Ferres es abandonada en medio de un desierto salino en compañía de dos niños cegatos. Y lo mejor de todo es que, al finalizar, en la sala ha explotado un aplauso casi unánime (cosa habitual, por otra parte, en TODAS la sesiones de Sitges). Para mear y no echar gota.


Con la segunda de la mañana, la jornada no ha avanzado mucho, que digamos. Entonces le ha tocado el turno a Dog Eat Dog, el último film de un clásico como Paul Schraeder, guionista y director de prestigio. El hombre, a sus 70 años de edad, ha querido demostrar que se encuentra totalmente al día en cuanto a esto del cine se refiere y, para ello, se ha tirado de cabeza a la piscina construyendo un film con un sinfín de modernidades alocadas que no conducen a ninguna parte, sólo a alejarle erróneamente de los cánones narrativos más clásicos para caer en la sandez de una forzada y falsa modernidad que le viene totalmente grande. Un thriller policiaco, sobre tres ex convictos que, a pesar de no querer volver jamás a la cárcel, se meten en un berenjenal del que será difícil escapar; tres quincorros de armas tomar a los que dan vida Willem Dafoe (el más visceral y totalmente pillado por las drogas), Nicolas Cage y su nuevo peluquín (el jefe de la banda y que asegura asemejarse físicamente a Humprey Bogart) y Christopher Matthew Cook (el brutote encargado de repartir los tortazos). De propina, y por si el espectador no hubiera sufrido ya varios desatinos, nos castiga con un final tan patético como ridículo, en el que el amigo Cage hace una de las imitaciones más penosas de Bogart que jamás haya visto.


La tarde la he acabado con el visionado de Pet, un film del barcelonés Carles Torrens y rodado en inglés en los Estados Unidos, que parte de una especie de revisitación de El Coleccionista de William Wyler, pero que pronto se desvía hacia derroteros más enfermizos y, por qué no decirlo, altamente plomizos. En ella, un trabajador de una perrera de Los Ángeles queda prendado de una joven que pasa totalmente de él, hasta que decide zanjar la cuestión por lo sano secuestrándola y encerrándola en una jaula para intentar conquistarla, descubriendo, al mismo tiempo, un secreto ciertamente estremecedor del pasado de ella. La historia, bien llevada, podría haber tenido su gancho, pero un exceso de fallos y lagunas en su guión destrozan por completo la propuesta. Total, un quiero y no puedo de los que, a la media hora de haber salido del cine, uno olvida por completo.


Mañana, un poquito más, siempre y cuando la endeble conexión wi-fi del hotel me lo permita, pues hoy he sudado tinta para editar este post.

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