29.6.07

Sensacionalismo

Tres son los años que ha tardado en estrenarse en España Crónicas, la segunda película como director del ecuatoriano Sebastián Cordero. La presencia, en la producción, de gente como Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón ha propiciado que ésta, finalmente, haya llegado a nuestras pantallas. A buen seguro, a no ser por la popularidad que han alcanzado sus nombres durante el último año, posiblemente no hubiéramos conocido en nuestro país uno de los títulos que, de modo más valiente, cuestiona la ética de un tipo de periodismo que, por desgracia, se está practicando de manera abusiva en la actualidad.

Crónicas parte de un suceso ficticio que logra conmocionar a la opinión pública de El Ecuador. Un serial killer, bautizado por los medios como el Monstruo de Babahoyo, ha acabado con la vida de más de 150 niños. Una unidad móvil de una televisión nacional, capitaneada por el periodista Manolo Bonilla, es enviada al lugar en el que se ha descubierto una fosa común con los cuerpos de los pequeños enterrados. Allí, mientras la policía y los sanitarios desentierran los cadáveres, a Bonilla se le presentará una oportunidad de oro para potenciar aún más su estrellato. La posibilidad de desvelar la identidad del criminal y las ansias por ser el primero en dar la noticia, harán que no dude en contaminar y manipular la información que piensa emitir desde la cadena televisiva para la que trabaja. De hecho, en su concepción periodística, siempre ha prevalecido la idea del espectáculo por encima del interés humano y social de la noticia.

El tratamiento sensacionalista de ciertos temas, y el modo en que el enfoque de un reportaje puede cambiar la opinión pública o trastocar el trabajo de investigación de la policía, son las metas que persigue Sebastián Cordero en su largometraje. Una película sórdida y cruda, de las que desbordan realismo por todos los poros. Un claro homenaje a El Gran Carnaval, una de las mejores cintas de Billy Wilder en la que se mostraba el mal que cierta prensa amarillista podía causar al influir directamente en el devenir de un trágico suceso acaecido en una mina. En ella, Kirk Douglas era el cínico Chuck Tatum, un reportero con tan pocos escrúpulos como los que esgrime en Crónicas el citado Manolo Bonilla, el personaje al que da vida un vibrante John Leguizamo a través de una interpretación llena de matices.

Crónicas no juzga a sus personajes, ni siquiera al presunto asesino y violador de cientos de criaturas. Cordero expone el tema y cita y apunta varias posibilidades, pero jamás dicta sentencia. Su apuesta es mostrar las acciones y ambivalencias de sus protagonistas, con la finalidad de dejar que el propio espectador saque las conclusiones pertinentes. Para ello -y en el papel de Pepito Grillo- está una Leonor Watling guapísima y espléndida, la voz de la mínima conciencia periodística que le queda al personaje de Leguizamo. Ella, como productora del espacio televisivo, plantea sus temores pero, muy a su pesar, se ve absorbida por la lealtad a su compañero y a su profesión.

No se lleven a engaño: este no es un thriller al uso sobre un serial killer, con persecuciones y policías de pasarela tras sus huellas. Nada de eso. Se trata de un melodrama durísimo en el que se suelta un contundente y merecido mazazo a la tele basura, a esa ingente cantidad de programas viciados cuya máxima ambición es cebarse en las vidas ajenas; de esos que están especializados en convertir el asunto más intrascendente en portada de revistas y de espacios inmundos. El morbo siempre antes que la noticia. Y esta última, cuanto más falsa y exagerada sea, más fama le dará a sus innombrables comunicadores. Una responsabilidad que, en definitiva, acarreamos todos juntos, pues la sociedad ha sido la primera en aceptar, como algo normal, la estúpida viscosidad del sensacionalismo en el mundo de los mass media. Y así nos va.

28.6.07

Falsas apariencias

Si hay alguna película en cartelera que resulte fresca, entretenida y sobresalga por su estética veraniega, ésta es, sin lugar a dudas, Un Engaño de Lujo. Sus atractivos y coloridos títulos de crédito, llenos de motivos estivales y festivos, apuntan directamente a las pretensiones de Pierre Salvadori, su director, quien, además de orquestar un entretenimiento tan sencillo como simpático, recurre, desde Francia, al glamour de aquellas comedias norteamericanas en las que, gente como Lubitsch, concentraban sus principales focos de atención en ambientes sofisticados y elegantes.

Y, al igual que a éstos, al tal Salvadori (aunque en menor grado y de forma menos sutil), le encanta plasmar -con mucho sentido del humor- la amoralidad sexual y ética de sus personajes principales y de la historia en sí misma. Ésta, al igual que las de sus referentes más cercanos, se inicia con un malentendido. Y es aquí en donde la timidez de Jean, un botones estresado de un lujoso hotel de la Costa Azul, jugará un papel importante ante la aparición inesperada de Irène, una cliente borrachina y de buen ver que acaba de confundirle con un hombre adinerado y con posibilidades. Él, para no defraudarla y evitar quedar al descubierto, le seguirá el juego; total, la ocasión la pinta calva y no hay porque desperdiciar una noche que promete ser muy loca. Pero las apariencias engañan, ya que él no es el único que está representando un papel en la accidentada farsa.


La química establecida entre los dos protagonistas es una de las bazas fundamentales en la propuesta que ofrece Un Engaño de Lujo. Él, Gad Elmaleh - ese actor marroquí que explota al máximo su parecido físico con Buster Keaton-, está perfecto en el rol del enamoradizo Jean, un tipo dispuesto a romper sus más básicas reglas de supervivencia para conseguir el amor de la chica recién llegada a su vida; mientras que ella, Audrey Taoutou, sabe cambiar acertadamente de registro para mostrarse espléndida al explotar su parte más erótica y sensual; una faceta de ella no conocida hasta ahora y que, aparte de remontarnos hasta la refinada belleza de la Audrey Hepburn de Desayuno con Diamantes, apunta hacia nuevas maneras en la carrera de una actriz que siempre me había parecido muy sosa y encasillada en personajes similares.

La película no ofrece muchas sorpresas, pues es casi como un remake actualizado de aquellas viejas cintas en las que el vodevil y las numerosas entradas y salidas de distintos personajes en pantalla, aumentaban aún más el embrollo planteado. Pero, a pesar de esa falta de originalidad, Pierre Salvadori maneja bien sus cartas. Se muestra como un experto en el género, midiendo a la perfección el tiempo de sus gags y sin alargar, más allá de lo necesario, ciertas situaciones que, en manos de otro realizador, podrían resultar cansinas. Incluso su habilidad es tan grande que logra que el espectador más carca y reaccionario acepte, con total normalidad, el libertinaje sexual que abrigan los actos y la relación abierta establecida entre Jean e Irène.

Un Engaño de Lujo, a pesar de su título, no engaña a nadie. No es una gran comedia, pero resulta un trabajo agradable y distendido para un momento en el que la cartelera está abarrotada de películas sobrias y dramáticamente perturbadoras. Un oasis, en medio de tanta austeridad cinematográfica, siempre resulta relajante.

27.6.07

Guarrerías húngaras

El abuelo fue un militar de baja graduación, afectado de labio leporino y morbosas ensoñaciones pederastas; un tipo enfermizo que mataba su tiempo libre ejerciendo como mirón, infligiéndose prácticas masoquistas, matándose a pajas o copulando con cerdos: todo un especimen digno de figurar en manuales sobre lo más putrefacto. Su hijo dejó a un lado el uniforme paterno para convertirse en un deportista de élite: los concursos de engullimiento de comida estaban a la orden del día y él, con su obesidad desbordante, se erigió -junto con la que sería su esposa- en una de las más grandes y reputadas estrellas del género. Y el nieto, o sea, el hijo del seboso glotón, nació flaco, al igual que su abuelo, y con similares desviaciones mentales que las de su rama paterna; dedicó su vida al arte de la taxidermia y a cuidar de un padre imposibilitado por culpa de los kilos acumulados durante años y años de gula excesiva.

Desde Taxidermia y mediante estos tres miembros de una misma familia, György Pálfi, su joven director, intenta dar un alucinado repaso a la convulsa y variante historia contemporánea de su país natal, la actual República de Hungría. Y, en realidad, sólo finge intentarlo, ya que sus pretensiones (vistos los resultados finales), son totalmente distintas.

De rigor histórico, nada de nada; de provocación, un mucho. Taxidermia es un producto diseñado, simple y llanamente, para molestar. Narrado en tres episodios más o menos ligados entre sí (cada uno de ellos dedicado a los personajes citados), lo único que pretende el tal Pálfi es tocarle las pelotas al espectador; y cuanto más, mejor. Con tal finalidad como objetivo primordial, recurre al mal gusto en toda su extensión. La escatología es su única arma, lo cual me hace dudar de la remota posibilidad de que este hombre conozca el significado de la palabra guión, pues éste brilla por su ausencia.


Masturbaciones frenéticas finalizadas con desbocados chorros de semen dirigidos a un cielo nocturno y estrellado; penes ardientes y vaginas húmedas que, en primerísimos primeros planos, acaban fundiéndose en desperfecta armonía; centenares de vómitos gigantescos y de defecaciones inmensas que emanan de cuerpos sudorosos y grasientos; amputaciones de miembros y vísceras humanas… Un catálogo interminable de guarrerías al servicio de una gran marranada pues, tras todo ese circo de exhibiciones gratuitas, no hay absolutamente otra cosa que no sea la pretensión de provocar.

Como excusa a su exagerado desvarío, Pálfi intenta revestir a su película de un falso halo intelectual y progresista. Pero se queda sólo en eso: en el disfraz. La estética del film y su ¿sentido del humor? son una copia descarada de la imaginería visual y temática de Jean-Pierre Jeunet y Cia., pero con demasiada bazofia a su alrededor como para salir a flote.

A veces, la provocación es un arma muy efectiva, o bien por conseguir el escándalo buscado o por despertar conciencias dormidas. Éste no es el caso de Taxidermia, ya que no logra ni una cosa ni la otra: tan sólo molesta. Y punto. Más que una provocación, la película es como una de esas mierdas de perro que uno pisa despistado cuando pasea por la calle; una de esas cagarrutas que lo máximo que logran es que el afectado despotrique de la madre del propietario del animal.

Ya lo saben. Están avisados de su presencia y pueden ahorrarse el pisarla. Yo ya lo hice por ustedes y hoy aún me apesta la suela del zapato. Y si la pisan, siendo conocedores de su existencia, es que les va el masoquismo en grado sumo.

26.6.07

El hijo de papá (y su madre, su abuela, su ex novia, su vecina, las hijas de la vecina...)

Entre Mujeres es la ópera prima de Jon Kasdan, hijo del reputado director y guionista Lawrence Kasdan; un inconsistente trabajo que recoge muy poco de la sabiduría cinematográfica de su padre ya que, en su debut, aparte de tratar un tema demasiado manido en otros títulos similares, muestra poseer muy poco nervio narrativo y cierta incapacidad para hilvanar un argumento mínimamente atractivo y con gancho.

Bajo su falsa apariencia de cine de autor, Entre Mujeres es una especie de insulso telefilme de sobremesa en el que se narra el despertar a la vida de un joven guionista de 27 años quien, abandonado por su novia y cansado de trabajar para subproductos televisivos de tres al cuarto, decide alejarse de su ámbito habitual para refugiarse, durante una larga temporada, en casa de su abuela, la cual empieza a detonar numerosos problemas de memoria. Allí, mientras dedica parte de su tiempo a cuidar de ella, iniciará la escritura del libro que siempre ansió y entablará una desigual relación con las féminas de la familia de la casa de enfrente: una mujer madura, insatisfecha en su matrimonio, y sus dos hijas: una guapa adolescente y una pequeña precoz.


El guión, escrito por el propio realizador, apuesta por un tono realista, pero la precipitación y previsibilidad de cuanto expone, la poca entidad de su protagonista masculino (un descafeinado Adam Brody) y esa sensación de vacío final que deja en el espectador, hacen olvidar incluso las perfectas interpretaciones de una atípica Meg Ryan y de una excelente y divertida Olympia Dukakis quien, dando vida a una anciana senil, se alza como lo mejor del estereotipado producto.

En definitiva, ésta es una nueva y fallida aproximación a ese aire de desengaño familiar y colectivo que Sam Mendes plasmó, a las mil maravillas, en su magistral American Beauty. Está claro que las intenciones son muy buenas, aunque papaíto Lawrence debería darle algunas lecciones a su hijo antes de embarcarse en un segundo título. A buen seguro, todos saldríamos ganando.

25.6.07

La música no amansa a las fieras

Un examen de piano ante un tribunal y un autógrafo, solicitado y firmado a destiempo por uno de los miembros del mismo, provocará que Mélanie, una metódica y altiva niña de 10 años, prepare una venganza modélicamente cerebral tras suspender la prueba de aptitud musical. No importa el tiempo que emplee en ella. Incluso estará dispuesta ha dejar transcurrir algunos años antes de llevarla a cabo. La cuestión es que ésta adquiera su cocción ideal

Así empieza La Última Nota, el excelente trabajo del realizador francés Denis Dercourt al que los traductores españoles, con tal de no perder su malsana costumbre de rebautizarlo todo, le han trastocado totalmente el significado del título original, La Tourneuse de Pages; epíteto que hace referencia a aquellos personajes que, actuando como ayudantes de algunos concertistas, cumplen su cometido pasando las páginas de las que se componen las partituras musicales a interpretar.

La Última Nota es una película que navega entre el melodrama y el thriller psicológico. No hay violencia, ni acción, ni escenas macabras, pero posee una espesa atmósfera de suspense y tensión que ya hubiera querido Alfred Hitchcok para alguno de sus films más reconocidos. Dercourt consigue crear y dosificar la intriga necesaria a partir de mínimos detalles reflexivos, en los que las miradas, los silencios y la magnífica utilización de la banda sonora, como elemento dramático, llegan a adquirir tanto o más protagonismo que la propia palabra.

La cinta se centra, ante todo, en la relación de fascinación que se establece entre la víctima y su ejecutor. La primera es Ariane Fouchécourt (una excelente Catherine Frot), una famosa concertista de piano que, tras un accidente automovilístico, vive angustiada por culpa del pánico escénico; la segunda es su verdugo, Mélanie Prouvost, aquella niña que en su infancia vio quebrado su futuro como pianista y a la que, en su adolescencia y a través de una envidiable composición, da vida una impasible Déborah François. Su férreo semblante, siempre dominado por la expresión de sus ojos, habla por si sólo. La maldad, en este caso, es el escalofriante sinónimo del apellido Prouvost.

El guión de La Última Nota, escrito entre el propio realizador y Jacques Sotty, es tan minucioso como el del engranaje de un reloj de precisión. Y es que, gracias a él, a la maquiavélica mente de la joven Prouvost no se le escapa ni un solo detalle; detalles que le servirán para construir una farsa teatral en forma de puzzle milimétrico: un rompecabezas diabólico que causará dolor en el lugar en donde más daño pueda infligir. Dolor psíquico, a veces mucho más desgarrador que el físico. Sus puñaladas son directas a la psique, de las que dejan heridas que marcan para toda la vida. No hay necesidad alguna de empuñar un arma para destrozar una vida.

Un film duro y que no admite concesiones con sus protagonistas. El odio, la rabia y la impotencia son los detonantes de la venganza. Una venganza que se pagará con el mismo plato, aunque éste, con el paso del tiempo, se haya enfriado demasiado.

80 minutos son los que ha invertido Denis Dercourt en su sobria y brillante propuesta. Una encomiable lección de economía cinematográfica al servicio de un film calmado, capaz de tomarse su tiempo para dar ciertos pasos y en el que la utilización de numerosas elipsis juega un papel importante en su narrativa. La cuestión es ir al grano y dejarse de tonterías que no llevan a ninguna parte. Y La Última Nota, aparte de llegar muy lejos, se convierte en un ejercicio de estilo cinéfilo y musicólogo de gran envergadura.

23.6.07

Putones verbeneros...

Laura Manion (Anatomía de un Asesinato, 1959)

Dolores Haze (Lolita, 1962)

Dolly Harshaw (Labios Ardientes, 1990)

Catherine Tramell (Instinto Básico, 1992)

Rea (Black Snake Moan, 2006)

¡Vaya cossa la del capitán Barbossa!

Con la irregular, aunque entretenida, Piratas del Caribe: La Maldición de la Perla Negra, Gore Verbinski encontró un filón de oro. Tres años después y como era de esperar, su desproporcionado (y no muy merecido) taquillaje provocó una nueva entrega, El Cofre del Hombre Muerto, a mi gusto la mejor y más divertida de la trilogía. A pesar de ello, ésta tenía un problema gigantesco; más que un problema, se trataba de una cuestión de mucho morro por parte de su director, ya que la película finalizaba con un continuará inmenso, pues dejaba a la mayor parte de sus personajes totalmente desamparados. En concreto, el amanerado capitán Jack Sparrow (ese Johnny Depp escapado del tocador de la señorita Pepis), había pasado a formar parte del otro barrio (que no de acera) y, fuera como fuese, tenía que regresar al mundo de los vivos.

Hete aquí cuando aparece el tercero y más reciente de los tres capítulos , En el Fin del Mundo; un episodio que, en parte, casi todo él, ya fue filmado al mismo tiempo que El Cofre del Hombre Muerto. Ello demuestra la gran soberbia de Verbinski y de sus productores, quienes, antes de su estreno, tenían claro que el espectador estaría dispuesto a devorar unos cuantos kilos más de palomitas para ver el rescate del afantasmado Jack Sparrow.

Piratas del Caribe: En el Fin del Mundo es una película de la que, a pesar de sus casi tres horas de metraje, sólo se pueden aprovechar los primeros quince minutos. Su prólogo, en el que se producen diversas ejecuciones ante la mirada del perverso Lord Cutler Beckett para, a continuación, desplazar la cámara hasta Singapur en busca de un nuevo personaje al que incluir en la trama (encarnado por el todoterreno Chow Yun-Fat), es lo mejor de un producto descabellado y totalmente vacío. El resto es la nada en forma de celuloide.

Con la excusa de que la serie posee un componente fantástico, en su guión (si es que a ello se le puede llamar guión) está permitido todo, empezando por las resurrecciones que, en este caso, están a la orden del día. Aquí te mato, aquí te levantas. El capitán Barbossa (un histriónico Geoffrey Rush) ya fue devuelto a la vida al final de la segunda entrega: una burda estrategia para convertirle en aliado de la parejita protagonista, Will Turner y Elizabeth Swan, y así, juntos, iniciar el salvamento de Sparrow; una operación de rescate a la que se unirá el pirata oriental Sao Feng, un tipo sanguinario que cederá en la propuesta, no sin antes pactar unos cuantos detalles para llevar a cabo su colaboración. Pactos, que por cierto, dudo yo que algún espectador haya pillado en lo más mínimo.

La historia, a partir de aquí, se convierte en un delirio de lo más aburrido, ilógico e interminable. Entre “la novena de las ocho piezas” de la que no cesan de hacer continuas referencias y la aparición, en el Más Allá, de un Jack Sparrow multiplicado a sí mismo por tropecientos, la película empieza a hacer aguas por todas partes (y más tratándose de una de piratas). Si no había suficiente con un único Johnny Depp representando a una bucanera locuela y pintarrajeada, Verbinski regala a la platea un ejército surrealista y de lo más patético de Sparrows desmelenados. Si no quieres caldo, tres tazas.

El hombre pulpo (aka Davy Jones para sus amiguetes), al igual que en la anterior entrega, sigue con su corazón guardado en un cofre, aunque éste, emulando a la falsa moneda, va de mano en mano; Will Turner aún pretende, de forma empecinada, devolver la vida a su padre (un Stellan Skarsgard lleno de purulencias y adosado a las paredes de un barco maldito), mientras la soseras de la Swan continuará debatiéndose entre el amor por el guapete del Turner y la reinona del Sparrow. Los gags son los de siempre. Desde el primer Piratas del Caribe éstos se suceden de forma reiterativa, casi mecánica: el ojo de madera del pirata tuerto y tonto; las chorradas maléficas del Barbossa; el perrito portador de las llaves de las celdas; las mariconadas sin sentido de Jack Sparrow; el mono inmortal... ¡Ésto si que es un déjà vu y no el de Tony Scott!

Y lo peor de todo es que, por muchos cañonazos y abordajes que hayan, en el film no hay nada que cuadre. A pesar de contar con tres horas en las que desenvolver una historia mínimamente coherente, Gore Verbinski decide ir a su bola. Él confía en que la platea tiene más que suficiente con un montón de efectos especiales espectaculares y unos cuantos chistecillos de andar por casa (aunque se trate de una repetición constante). Para él no existe la palabra argumento. ¿Para qué? Total, el público acudirá igualmente a las salas y el cineasta habrá conservado intactas sus neuronas. La ley del mínimo esfuerzo y la máxima compensación económica. La tomadura de pelo hace tiempo que resulta muy factible en Hollywood.

Durante su proyección, estuve tentado de abandonar la sala en más de una ocasión. Las miradas al reloj fueron numerosas. Las tres horas cayeron sobre mí como una losa, pero las ganas de ver al escacharrado Keith Richards, dando vida al papito de Jack Sparrow, pudieron más que las ansias por respirar de nuevo aire libre. Y total para cinco minutejos de nada. El tipo sale, demuestra que su rostro está compuesta de una sola e inmensa arruga, toca cuatro acordes en una guitarra española y, en un primerísimo primer plano, luce su mítico anillo con una calavera. Luego, fuera de pantalla, se embolsa una millonada de dólares, se esnifa a su padre y se va de gira. Ver para creer. Ganas de figurar y dar la nota. Un personaje tan innecesario como el resto del metraje.

Lo peor de todo es que el the end de Piratas del Caribe: En el Fin del Mundo, ofrece múltiples posibilidades para una nueva entrega. Y mucho más teniendo en cuanta que a Gore Verbinski no le cuesta nada ir resucitando a quien sea necesario con tal de seguir aumentando sus arcas.

22.6.07

Truman Capote again...

El mundo del cine a veces resulta curioso, por no decir absurdo. Años y años sin aproximarse jamás a la estrambótica figura del desaparecido Truman Capote para que, de golpe y porrazo y con poco más de un año de diferencia, se hayan estrenado un par de títulos en los que, aparte de tener al escritor como personaje protagonista, se analiza el proceso de construcción de A Sangre Fría, una de las obras mejor consideradas de la literatura contemporánea y que fue llevada a la pantalla grande, a finales de los 60 y de manera magistral, por Richard Brooks.

A pesar de que la producción de las dos películas fue casi paralela, la primera en llegar fue Truman Capote, una excelente recreación de esa etapa del escritor por la cual, Philip Seymour Hoffman, conseguiría el Oscar a Mejor actor debido a su inolvidable creación. Justo el pasado viernes se estrenó Historia de un Crimen, la patética traducción española de Infamous, un título mucho más sutil y que, además, en sus atractivos créditos iniciales, permite a su director, Douglas McGrath, una curiosa chanza con la susodicha palabra ya que, suprimiendo una de sus consonantes, logra un retrato ingenioso sobre la bipolaridad del personaje de Truman Capote. Así, I Famous (Yo Famoso), con la aparición de la “n”, se convierte en InFamous (Infame).

Es inevitable la comparación entre las dos películas ya que ambas, de manera indiscutible, buscan lo mismo, aunque el tratamiento y las intenciones finales sean absolutamente distintos. Las dos parten del mismo hecho: el descubrimiento, por parte de Capote, de una noticia en el New York Times en la cual se informaba del brutal asesinato de una familia de granjeros, y de la fascinación que la misma despertó en el literato. Mientras Truman Capote se mostraba bastante fría y distante con sus personajes, Historia de un Crimen parece arroparlos mucho más, al tiempo que su realizador esgrime su valentía atreviéndose a dibujar al escritor como a un ser un tanto maniqueo, individualista y enfermo de soberbia. Su relación con uno de los dos acusados del crimen -a los que interrogó para obtener datos personales para su novela-, demuestra claramente tal descripción, ya que ésta bascula entre la atracción y la falsedad.

Pero en donde mejor se mueve el film es en dos aspectos muy concretos y en los que, en general, domina un tono de comedia que puede recordar, en muchos momentos, al estilo de humor empleado por Woody Allen en situaciones similares. En primer lugar se encuentra la satírica manera de presentar a la intelectualidad snob del Nueva York de los 60, un grupo de pedantes elitistas que, a su manera y en su universo, no eran más que un corrillo de porteras chafardeando en una peluquería. Y, en segundo lugar, en el jocoso juego perpetrado por Douglas McGrath con la presencia de un tipo tan singular como Truman Capote en medio del pequeño enclave de esa América profunda en la que ocurrió el sangriento crimen; una América que no acaba de entender el modo y los ademanes del escritor y que, a sus ojos, se convierte en una especie de marciano recién llegado de otro planeta.


Historia de un Crimen es un film elegante, ingenioso, divertido y crudo; muy crudo. Un producto perfectamente orquestado que, por su tratamiento, se convierte en un magnífico complemento de Truman Capote, su título predecesor, y en el que el inglés Toby Jones, dando vida al reconocido novelista norteamericano, no tiene nada que envidiar al oscarizado Seymour Hoffman. Personalmente, diría que Jones enfatiza menos los exagerados ademanes del personaje y, físicamente, resulta incluso bastante más parecido al real. Y allí, al lado de este hombre menudo y, a veces, un tanto infame, está ella: una Sandra Bullock capaz de aceptar nuevos retos en su carrera y sacarlos adelante con nota alta. Dando vida a Nelle Harper Lee, la autora de Matar a un Ruiseñor e íntima amiga de Capote, la Bullock está sorprendente e inmensa y, con su atípico trabajo, acaba dándole una dimensión entrañable a una mujer que, en el fondo, fue la única persona capaz de comprender las ambiciones del escritor y la obsesión de éste por crear un nuevo tipo de periodismo.

Si ya vieron en su día Truman Capote, no les dé pereza enfrentarse a esta nueva visión. Una visión paralela pero con elementos muy distintos y en la que, ante todo, se escarba en la dificultad creativa y psicológica de un autor por querer superar siempre su obra anterior. Una perfecta congregación entre la comedia y el melodrama en la que, al mismo tiempo, podrán recuperar la presencia, entre otros, de actores de la talla de Sigourney Weaver, Isabella Rosellini, Jeff Daniels o el mismísimo James Bond (Daniel Craig), aquí reconvertido en Perry Smith, uno de los dos criminales que fueron condenados a la pena de muerte.

No se la pierdan. Ni mejor ni peor que su antecesora: sencillamente una película brillante.

20.6.07

Ustedes lo han querido: LOS SIN NOMBRE

Tras cierta experiencia como cortometrajista, Los Sin Nombre significó el debut en el mundo del largometraje de Jaume Balagueró. Para ello, y con la intención de resultar más asequible para el espectador medio que en sus cortos anteriores, optó por una temática mucho más abierta, acercándose, al mismo tiempo y sin pudor alguno, a un formato visual muy cercano al utilizado por David Fincher en su taquillera Seven. A finales de los 90, justo cuando se estrenó la película, la fiebre por Expediente X estaba en su punto más ágido; una serie que marcó una época y de la que el director catalán también utilizó algunos de sus recursos estilísticos. La oscura fotografía usada a la hora de reflejar la sordidez de ciertas escenas, es una clara demostración de ambas influencias.


A pesar la clara tendencia por abusar de ciertos golpes de efecto ya explotados por otros títulos (la agobiante escena de la autopsia es un claro reflejo de la de El Silencio de los Corderos), no rehusó rodear a su film del universo morboso, amoral y plagado de iconografía religiosa con el que distinguió a sus dos cortos más significativos (Alicia y Días Sin Luz), lo cual dio un toque de personalidad a Los Sin Nombre que lo diferenciaba de sus referentes. No es de extrañar, por ello, que toda su proyección esté salpicada de bruscos, breves y enigmáticos insertos que, sin romper la trama central, intentan -de manera un tanto engañosa- sobresaltar al espectador. Y digo lo de engañosa porque, en realidad, los citados y abruptos añadidos poco (o nada) tienen que ver con su argumento.

Los Sin Nombre se centra en una desconsolada madre que recibe una espeluznante llamada, en la cual, una voz de niña, asegura ser su hija; una niña que fue asesinada cinco años antes. Contactando con el escéptico policía que llevó el caso en su momento, ahora fuera del Cuerpo y dispuesto a investigar por su cuenta y riesgo, iniciará las pesquisas pertinentes para descifrar el misterio que se esconde tras ese grito de socorro telefónico que se repetirá en múltiples ocasiones. Una funesta secta, varios crímenes y la posibilidad de enfrentarse con el fantasma de la pequeña muerta, se barajarán en el devenir de la atípica pareja protagonista.

La cinta se abre con una escena fuerte y muy poco habitual en el cine español de hace casi una década; la del descubrimiento del cadáver desfigurado y putrefacto de una niña y el posterior reconocimiento del cuerpo por parte de sus padres. Una morbosa introducción, planificada con nocturnidad y alevosía, para llamar la atención del espectador. La creación de atmósferas tensas y enfermizas, en definitva, es lo que mejor domina el realizador en su cine; un hecho indiscutible que ha ido demostrando a lo largo de su posterior, corta e irregular filmografía (exceptuando esa cosa nefasta dedicada a Operación Triunfo). Desarrollar un buen guión es aún la asignatura pendiente de Balagueró: el largo monólogo de un jesuita con acento catalán, colocado con la intención de aclarar algunos detalles esotéricos, es un buen ejemplo de ello. Es por ello que, supliendo la ausencia de ese guión, en este caso optó por el impacto gore y la intriga. Y es aquí en donde mejor le funciona precisamente el producto.

La historia, en sí misma, hace aguas por muchas partes, pues ésta se muestra llena de poros y de detalles mal explicados. Toda su fuerza radica en la imagen. Y ello tiene mucho mérito pues, tratándose de una ópera prima, recurre a una cuidada fotografía que, a base de primeros planos, logra disimular las posibles deficiencias escenográficas que puedan causar la falta de un presupuesto mínimamente holgado. En ese aspecto, Jaume Balagueró y sus dos directores de fotografía (Albert Carreras y Xavi Giménez), se consolidaron como unos verdaderos y meticulosos artesanos.

Un turbio Karra Elejalde y una soberbia Emma Vilarasau (con cierto toque a lo Carmen Maura de antaño), cargan de manera eficiente con casi todo el peso de la película. Dos puntales magníficos que, gracias a su trabajo, hacen olvidar la irregularidad de algunos secundarios que, con sus forzadas interpretaciones, rompen un poco la atmósfera inquietante lograda por el realizador. La impavidez de Tristán Ulloa o el histrionismo con el que Manuel Bronchud afronta su perverso personaje (el de un tipo atrapado por el sadismo) pueden llegar a resultar incluso risibles.

He de reconocer que, desde su pase en el festival de Sitges (hace de ello bastantes años), no había vuelto a revisar este título. Les puedo asegurar que, en aquella ocasión, la cinta me atrapó bastante más que ahora. Su truculencia y su dispersión argumental la han acabado dañando, aunque de ella, siempre quedará el espíritu de su director por renovar el género fantástico en nuestro país, ensayando con nuevas fórmulas y distanciándose de las casposidades a las que nos tenían acostumbrados Naschy y compañía. Y por tratarse, en su día, de un producto que, a pesar de los pesares, dignificó en parte la maltrecha producción catalana.

Es una pena que la brillantez que dejaba entrever por momentos su puesta en escena, no haya ido a más en sus siguientes películas. Al contrario: el cine de Balagueró parece haberse encallado y, a mi parecer, su mejor logro hasta el momento ha sido Para Entrar a Vivir, el capítulo televisivo que dirigió para la reciente revisitación de las añejas Historias Para No Dormir de Narciso Ibáñez Serrador.

19.6.07

Y esta noche, ¿quién apatrullará la ciudad?

Él era un hombre pequeño, pero grande de espíritu. Atendía por José Luis Cantero Rada, aunque todos le conocían por El Fary, el sobrenombre artístico que adoptó en homenaje a Rafael Farina, su cantante más apreciado. Hoy, a los 69 años de edad, nos ha dejado a causa de un cáncer pulmonar, no sin antes despedirse, por última vez, de José Luis Torrente, su fan número 1.


Antes de encontrar su hueco en el mundo del espectáculo fue, entre otras profesiones, camarero, repartidor de frutas a domicilio, jardinero y taxista; profesión, esta última, que le acercó hasta la mismísima Ava Gardner, una de las pasajeras de su vehículo. Asimismo, el estrellato musical le abrió las puertas de la televisión, lugar en el que protagonizó Menudo Es Mi Padre, una serie en la que interpretaba al propietario y conductor de un taxi.

Sin su presencia, el mundo de la copla y de la canción española ya no será lo mismo. Apatrullando la Ciudad, El Cuponazo, El Cara Dura, Tu Retratico, La Mandanga, El Morito Juan, Tu Respiración, Antoñete, El Bichito del Amor o el célebre El Torito Guapo, son algunos de los títulos de sus hits más emblemáticos e inolvidables. Descanse en Paz.

18.6.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: Entre idiotas anda el juego

El nombre de Mike Judge siempre irá asociado a los de Beavis y Butt-Head, esa pareja de adolescentes descerebrados que triunfaron gracias a sus apariciones animadas en la MTV, y a los que el realizador acabó dedicándoles un divertido largometraje. Ahora, el responsable de esas dos anormales criaturas, acaba de estrenar su nuevo film, Idiocracia, una comedia que recupera ese habitual estilo destroyer del que también hizo gala en Trabajo Basura.

Idiocracia está ambientado en un futuro lejano, concretamente en el año 2506, en el que el planeta Tierra se ha convertido en el primer vertedero universal de escombros; un lugar superpoblado, en donde sus millones de moradores han perdido definitivamente el don de la inteligencia. Justo en medio de esa caterva de seres burdos y aborregados, despertará un militar que fue hibernado a principios del siglo XXI. Éste, a pesar de tratarse de un tipo dotado de muy pocas entendederas, se alzará como el ser más inteligente de la esfera terrestre.

Una película pequeña, fiel al humor esgrimido siempre por su director y que destaca, ante todo, por la falta total de pretensiones y por no poseer ni un solo plano filmado mediante las nuevas tecnologías digitales (a pesar de ello y de manera satírica, en los títulos de crédito finales, se asegura que todo el metraje ha sido rodado, en su integridad, con ayuda informática). Los gags que esgrime son tan básicos y rústicos como los habitantes de la Tierra: o sea, la escatología en grado sumo y la obsesión por el sexo están a la orden del día. Y, en contra de lo que pueda parecer, Mike Judge lo hace con gracia, pues el hombre domina a la perfección el arte de la no elegancia.

Cine basura (nunca mejor dicho) y transgresor, protagonizado por una cantidad ingente de idiotas y destinado a un público gamberro con ganas de pasárselo simple y llánamente bien. La exageración al poder podría ser una de las máximas de un creador que, por ejemplo, se muestra capaz de convertir en afroamericano al mismísimo presidente de los EE.UU. : un tontainas de color con idéntica indumentaria y ademanes que los que lucía el desaparecido James Brown. Personalmente disfruté de verdad, a pesar de que el guiño final a Gladiator se alarga hasta límites insospechados. Pero, en este caso, me parece muy perdonable dicho exceso.


Otro zumbado que pulula por las pantallas es el amigo Bean; un tipo mezquino y bastante guarro que, a lo tonto a lo tonto y gracias a Las Vacaciones de Mister Bean, lleva ya más de dos meses y medio instalado en la cartelera barcelonesa. Un récord bastante incomprensible por tratarse de un producto en exceso facilón y aburrido, en donde lo mejor se localiza en su primera media hora de proyección, justo cuando se presenta el inicio de las vacaciones que nuestro hombre ha ganado en un sorteo de su parroquia londinense. Un irrepetible recorrido a pie por las calles de París y un delirante almuerzo en un lujoso restaurante de la capital, significan el prometedor punto de partida de una película que, a partir de ese momento, se convierte en un trabajo rutinario, insustancial e interminable.

De hecho, este es el segundo largometraje que protagoniza el actor Rowan Atkinson amparándose en el celebrado personaje que creó, a principios de los 90, para la exitosa serie de la Thames Television. Aquí, a pesar de sus intenciones por desmarcarse de la irregularidad de su primera entrega cinematográfica (Bean), en esta nueva intentona para la pantalla grande, vuelve a demostrar su incapacidad para conseguir que el espectador aguante el interés más allá de los 20 minutos habituales que duraba cada uno de los episodios televisivos. Y es que, en este caso, cuando la cinta intenta centrarse en un argumento mínimo (lleno de innecesarios homenajes al festival de cine de Cannes), la propuesta se estrella en picado. Demasiadas muecas y muy poca chicha.


¡Maderos, 091! es la confirmación definitiva de que no hay dos sin tres. En este caso, los imbéciles de turno son un grupo de policías de la ciudad de Reno que destacan por su ineptitud. Un congreso de agentes de la ley, a celebrar en Miami, será el recurso argumental que alejará a éstos de su ubicación habitual. Un secuestro masivo, con la posibilidad de que 2000 policías mueran a causa de un atentado bio-tecnológico, será el leit motiv que transformará a la pandilla de inútiles recién llegados a la ciudad, en los ejemplares patrulleros que deberán salvar a sus compañeros de profesión.

Al igual que Las Vacaciones de Mister Bean, esta película se basa en Reno 911, una serie de televisión que empezó a emitirse el año 2003 a través de la cadena norteamericana Comedy Central; una serie que, a su vez, se trata de una clara parodia de Cops, un especie de reality show que, cámara en mano, seguía los pasos de varios policías a lo largo y ancho de los EE.UU. y que, hace algún tiempo, pudo verse en España a través de Antena 3.

Producida inexplicablemente por Danny DeVito, ¡Maderos, 091! es el claro sinónimo cinematográfico de la chabacanería. El mal gusto llevado a su máxima expresión. No hay guión, no hay historia, no hay interpretación que valga. Todo es cuestión de poner la cámara y conseguir que un grupo de actores hagan el payaso, ante ella, sin pudor alguno. Cada escena es una situación nueva, a cual peor. El que uno de los protagonistas se suelte un pedo o muestre ademanes afeminados es el súmmum de la expresión cómica por parte de Ben Garant, su director y creador de la serie original. Ya se pueden imaginar el resto del metraje. Sólo les diré que la peor de las Locademias de Policía, a su lado, es una obra maestra. ¡Y para ello, han necesitado la friolera de tres guionistas!

Botarate el que no bote.