30.9.05

Ale hop!!!

Problema arreglado. Ha costado lo suyo, pero al final he restaurado el sistema. Ayer estuve, dándole que te pego, hasta las tres de la madrugada. Obsesivo que es uno. Format c y todo lo que ustedes quieran. Pero el conflicto informático persistía.

Format c e instala. Y de nuevo format c e instala. Una y otra vez. Algo no tiraba. Pero, finalmente, encontré la solución. Ni Linus, ni Mac, ni hostias...

Un consejo: cuando se les cuelgue el sistema y no puedan hacer nada, he descubierto la solución definitiva y más rápida. Les aseguro que aplicando la fórmula, el PC funciona a las mil maravillas.

¿Qué cual es la manera de solucionarlo? Pinchen aquí y sabrán como actuar en un caso similar.

Por cierto. Un par de temas más:

1) Sally: no era ningún montaje. El problema era real. El ordenador no respondía a mis órdenes (valga la redundancia).

2) El otro día recibí, en el correo electrónico particular, un e-mail de uno de ustedes, solicitando la dirección de mi domicilio para enviarme, por correo ordinario, un DVD con un cortometraje suyo. Antes de poder contestarle, realicé el format c sin acordarme de salvar la agenda de Outlook ni los e-mails recibidos. Por favor: si el interesado me está leyendo, vuélvamelo a enviar, buen hombre.

Mañana, este blog volverá a la normalidad. Supongo, vaya. Una normalidad aparente, aunque de fin de semana. O sea, adivinanzas y tonterías varías. Y, a partir del lunes, les iré comentando varias películas acumuladas en los últimos días.

29.9.05

Desperado ¡¡¡Alerta Roja!!!

En estos momentos estoy metido de lleno en un círculo vicioso. El sistema, el puto XP, se ha vuelto loco y no tengo manera humana de conseguir crear una conexión para Internet. Ni a tiros. Es por ello que ayer no actualicé la página. Como ven, sigo vivo y coleando, aunque desesperado.

Estoy posteando desde casa de mis padres. Si ésto no se soluciona rápido tendré que ir solicitando ordenadores de gañote que me ayuden, al menos, a informales de mi patética situación personal, física y psíquica. Llevo un par de días soñando con drivers, instalaciones, USB... Creo que empiezo a necesitar la ayuda de un psicólogo más que la de un informático. Al menos apaciguaría mi mala leche actual.

Seguramente, una vez colgado este post, no pueda leer, durante el día de hoy, los comentarios pertinentes que ustedes hagan. Aprovechen la ocasión y descarguen la ira contenida. Desacredítenme y maltrátenme, pues no podré defenderme. Eso sí: piensen que, el día menos pensado (espero que sea pronto), volveré a la carga y descubriré las sandeces que han escrito sobre mí. Y la venganza será terrible.

Esta noche, antes de tomarme la medicación, optaré por un format c y luego, posiblemente, todo se vaya a tomar por culo.

Un beso en la frente a todos. Y crucen los dedos para que el format c y la reinstalación funcione como es debido.

27.9.05

Un zapatófono sin línea

Una parte de mi infancia se ha volatilizado hoy. De golpe y porrazo. Un referente menos. Don Adams, el gran Don Adams, ha muerto. O lo que es lo mismo: nos hemos quedado sin Maxwell Smart. El Superagente 86 se ha ido. Barbara Feldon, la Agente 99, musa de mis sueños eróticos en la pubertad, se ha quedado viuda. Aún recuerdo, como si fuera hoy, el día en que la pareja de agentes secretos contrajeron matrimonio.

Se acabaron los zapatófonos y todos los curiosos gadgets que envolvían al espía más estúpido de la historia de la televisión y del cine. Qué panzones de reír me llegué a pegar, ante el televisor, viendo las divertidas aventuras en que se inmiscuía el bobalicón de Maxwell Smart. En esa época era en blanco y negro. Ahora, gracias a los canales autonómicos y locales, he descubierto que estaba filmada en fermoso color. Guiones alocados, situaciones delirantemente surrealistas y cientos y cientos de situaciones jocosas conformaban Superagente 86.

Un personaje y una serie que años después -cuando ya empezaba a tener cierto uso de razón-, caí en la cuenta de que había sido creada por Mel Brooks, el artífice de El Jovencito Frankenstein. Se estrenó a mediados de los 60, en plena fiebre James Bond y justo en el momento en que Napoleon Solo e Illya Kuryakin empezaban a triunfar, en las teles de todo el mundo, protagonizando otra serie inolvidable, El Agente de C.I.P.O.L. Si ésta ya tenía cierto toque satírico en referencia al cine de espías más típico y tópico, Superagente 86 aún llegó más lejos, rompiendo cánones y decantándose, de manera directa, por la vía humorística.

Quiero seguir guardando, durante muchos años, el entrañable recuerdo de una serie ya mítica para mí. Por ese motivo nunca he vuelto a mirarla. No quiero que me decepcione jamás. He tenido varias ocasiones para volver a revisarla pues, en Catalunya, el Canal 33, la ha emitido varias veces. De manera consciente me he mantenido alejado de ella. El recuerdo siempre es mucho mejor. Ya me quedé bastante frío cuando, a finales de los 80, vi El Disparatado Superagente 86. una adaptación cinematográfica dirigida por Clive Donner.

Don Adams, un actor con casi un solo y magistral personaje: Maxwell Smart. Siempre que oigo cualquiera de esos dos nombres, por mi cabeza asoman unas imágenes y una música muy concretas. Un largo e interminable pasillo, plagado de puertas metálicas que se abren y se cierran automáticamente. Y allí, andando, un tipo un tanto desgarbado y patoso que acaba estrellándose contra una de ellas. Y de fondo, una sintonía maravillosa, todo un clásico indiscutible compuesto por Irving Szathmary. Pulsando sobre la portada del CD de Get Smart, podrán bajarse y oir este tema musical en formato mp3. La mejor y más elegante manera de despedir a nuestro espía favorito.

26.9.05

Atrapado

Tal y como deben haber observado, este blog, en los últimos días, no ha tenido su actividad normal. Ha bajado las pilas. Y no por falta de ganas. Todo lo contrario. Me parece a mí que las fiestas de Barcelona no me han sentado muy bien... que digamos...

Llevo tres días de puta pena. Tomen nota y lo entenderán perfectamente. ¿Saben aquello tan popular de que “no hay dos sin tres”? Pues eso... pero sin cuatro... hasta el momento.

Sábado por la tarde. Comida con unos amigos en un restaurante argentino. Buena carne y buen ambiente. Antes de regresar a casa, acompaño a estos a su domicilio. Allí, aprovecho la parada para cambiar el CD de mp3 del reproductor del coche. Y, ¡craso error! (burro que es uno), en lugar de insertar un CD... ¡introduzco dos al mismo tiempo!. El aparatejo se los traga. Luego se bloquea. No hay manera de expulsarlos. Total, con la ayuda de un benévolo vecino, armado de destornilladores, pinzas y todo tipo de objetos alargados, paso el resto de la tarde empecinado en la patética y ardua tarea de sacar los malditos discos del interior del lector. Y es que, a veces, soy muy tozudo y duro de mollera. Al final acabo desistiendo. Misión imposible. Aparcada hasta el lunes.

Domingo por la tarde. Encuentro una curiosa foto de Dustin Hoffman en un dominical. Decido escanearla para colgarla en la página. Y, ¡maldición!, el escáner no funciona. Aún no tiene dos meses. Instalo y desinstalo compulsivamente hasta altas horas de la madrugada. Y nada. El cabroncete del Epson Perfection 2480 siempre me da el mismo mensaje de error. “Su escáner lo está utilizando otra aplicación”. Pues me cago en la madre que parió a la otra aplicación, sea cual sea. Y hoy sigue sin resolverse el conflicto. ¿Será un defecto del aparato? ¡Y yo qué sé!

Hoy, lunes, decido ir al concesionario en donde compré el coche para solucionar el problema del reproductor de mp3. Y cuando bajo al parking y veo allí a mi nuevo y flamante automóvil aparcado, me he puesto de los nervios. Me he transformado en el mismísimo Louis de Funes. Aspavientos, tacos en voz alta, patadas en la pared... De todo un poco. El coche estaba allí, aparcadito, en su plaza habitual... ¡pero con la puta rueda delantera de la derecha totalmente pinchada! ¡Los huevos de Mahoma!

Cambio de rueda. Visita a un taller para repararla. Diez euros y un problema menos. Podría haber sido peor. Me dirijo hacia el concesionario, con el reproductor de mp3 y los dos discos secuestrados. Mejilla con mejilla, aplastaditos el uno contra el otro. Los mecánicos lo miran y remiran. Hurgan en su interior, con la ayuda (de nuevo) de destornilladores y pinzas. Y ellos, los emepetreses, callados y sin respirar, inamovibles ante el ataque de tanta arma punzante. Me ha parecido oir una vocecita salir del interiordel dispositivo: “Si este gordo de mierda no nos hubiera encerrado juntos, otro gallo nos cantara”.

Desmontan el artefacto. Me aseguran que tendrá que llevarlo a la casa Blaupunkt para poder iniciar el rescate. Tardarán de tres semanas a un mes... ¡¡¡¿Cómorrrrrr?!!!... Si, tal y como lo leen: un mes largo para sacar dos nimios CDs. Alegan que el taller de Blaupunkt está en Portugal. ¿Portugal? Sí. De Barcelona a Portugal, para una estracción de mp3. Pero... ¿no hay algún taller oficial en Barcelona?... Dicen que sí, pero su convenio les obliga a llevarlo a Portugal... Surrealismo puro y duro. Kafkiano. Y eso es la empresa privada. Para que luego digan del funcionariado... Temo pensando en el día que privaticen la Sanidad. A lo mejor tendremos que viajar hasta Tombuktú para que nos extirpen las amígdalas.

Total. Me llevo a casa el mecanismo y sus emepetreses atrapados. Éstos no viajan a Portugal. Hablo por teléfono con un taller oficial de la marca y mañana mismo lo llevó allí. A sólo quince minutos de casa; en la misma ciudad de Barcelona. Y a devolver antes del sábado con el problema arreglado.

¿Portugal? Aún sigo asombrado.

Continúo dándole vueltas al escáner. Mañana, si Tutatis lo permite, este blog volverá a la vida normal. O no.

24.9.05

Putos príncipes

Les había prometido hablar de la película del boxeador. No he cumplido la promesa. Soy un ser malvado e indeseable, poco cumplidor. La resaca de las fiestas, que aún continúa, hace mella en quien esto escribe. Y casi sin moverme de casa. Cinderella Man queda para otro día. Próximamente caerá.

Hoy, para compensar, voy a dar una alegría a las féminas que visitan este rincón. Últimamente daba un repaso a las prostitutas más célebres del séptimo arte. Pero no sólo hay princesas en el mundo del cine; algunos de ellos también se han dedicado al mismo oficio. Aquí tienen a unos cuantos chaperos.


Julian (American Gigolo)


Bruno (Hotel y Domicilio)


Querelle (Querelle)


Byron (Servicio de Compañía)

22.9.05

Jour de fête

En Barcelona el fin de semana empieza hoy. Tres días de fiesta. Viernes, sábado y domingo. Las fiestas de la ciudad. Petardos, petardas, música en directo, pasacalles... De todo un poco. Un servidor seguirá viendo cine, tomándose la medicación y actualizando el blog.

Hoy, de todas maneras y con su permiso, me tomo un pequeño descanso. Y si no me lo conceden, me lo pillo igualmente. Para que no se queden muy desamparados, les dejo con un espléndido link dedicado al genial Jacques Tati: Tativille. Que lo disfruten.

Mañana les hablo de la película del boxeador ceniciento y de la nefasta Zellweger. Hoy me monto mi guateque privado al que, sin embargo, están invitados... por muy privado que sea.

21.9.05

El gran engaño

Esta tarde he recuperado uno de los pocos films de Robert Benton que no había visto. Se trata de La Mancha Humana, un melodrama con todas las de la ley, realizado de manera formal y académica como es habitual en su cine. Un cine que, en general, siempre ha recurrido a muy pocos personajes, otorgándole una relevancia especial a sus actores y, sobre todo, al guión.

No es de extrañar que Robert Benton empezara introduciéndose en el mundo de Hollywood como guionista. Tres títulos tan dispares y reconocidos como Bonnie and Clyde, El Día de los Tramposos y ¿Qué me pasa, Doctor? llevan su firma como escritor. Y en pocas de sus películas como director ha dejado de acreditarse como responsable del libreto. Sólo en dos de ellas: Billy Bathgate y La Mancha Humana. Y precisamente es en donde más cojea esta última, a pesar de estar escrita por el también respetable Nicholas Meyer. Basado en una novela de Philip Roth, su historia contiene demasiados poros argumentales y, a pesar de ser interesante lo que intenta contarnos, acaba convirtiéndose en un film farrogoso, excesivamente lento y cargado de ideas desordenadas y mal plasmadas en pantalla.

La Mancha Humana narra la vida de Coleman Silk (Anthony Hopkins), decano de una prestigiosa Universidad norteamericana y maestro de literatura clásica que, tras ser retirado de su cargo y perder su trabajo, verá morir a su esposa a las pocas horas de su despido. Tras todo ello queda una acusación de racismo por parte del claustro de profesores. Sus antiguos compañeros de trabajo le evitan el saludo, mientras que su imagen de eficiencia y sabiduría se derrumbará como un castillo de naipes. A punto de cumplir los setenta años, buscará refugio en la amistad de un joven escritor (Gary Sinise) y se transformará, con la ayuda de la Viagra, en el apasionado amante de Faunia (Nicole Kidman), una apetecible mujer de 34 años con un pasado tormentoso y demasiados secretos que esconder.

La cinta de Benton se centra en la relación sentimental nacida entre el viejo Coleman y la atractiva Faunia. Una relación que, aunque no lo crean, resulta totalmente creíble. Ella, poco a poco, irá desvelando su turbulento pasado ante él. Y él, a través de la sinceridad aplastante de ésta, descubrirá que su propia vida ha sido construida gracias a una gran mentira, aunque es el peor momento para desvelarla, pues los sectores más reaccionarios de la sociedad norteamericana cabalgan sobre el puritanismo más estoico. En esos días, el escándalo de la becaria mamona y el presidente Clinton estaba en los titulares de los periódicos y en los televisores de todos los hogares.

Es una lástima que, con un material tan prometedor como éste, la película se pierda en medio de innecesarios flash-backs para ir descubriendo el oscuro secreto que amaga el ex decano. Al igual que hace con el personaje de Faunia, despejando su pasado al espectador sin necesidad de recurrir a los flash-backs, Benton podría haber optado por el mismo sistema a la hora de enfrentar al espectador con la verdad de Coleman, Y tal como acaba haciéndolo, la realidad que se esconde tras el personaje de Anthony Hopkins resulta incluso ridícula y risible para el espectador.

La película no da para mucho más, pero su realizador se empeña en hablar de todo un poco. No tiene suficiente con relatar las mentiras en las que se sustentan ambos personajes y de recrearse en las inevitables pajas mentales de estos dos. Aparte retrata la hipocresía de la sociedad en la que vivimos, habla del daño que causan las guerras a los que intervienen en ellas, de la injusticia social, de la lucha de clases, de la soledad y del temor a la muerte. Demasiados conceptos para una sola película. Demasiada dispersión acumulada. Y su apurado metraje y su ritmo cansino no dan para tanto: 100 minutos escasos y todo ello comprimido allí adentro.

De poco vale que sus actores estén espléndidos (que los están, del primero al último), ni que sus intenciones sean sanísimas y loables. Su academicismo habitual tampoco salva a La Mancha Humana de ser tan falsa como la mentira sobre la que se sustenta su propio protagonista. Y es una lástima, ya que tiene momentos ciertamente brillantes, como su parte inicial o la significativa escena en que la pareja acude a un concierto de música clásica. Alguien como Robert Benton, de eficacia más que probada, podría haber aspirado a algo más. Sencillamente, habría quedado más bonita puliendo asperezas y siendo un poco menos pretenciosa.

Les aviso: por mucho que se empeñen, no les voy a desvelar que amaga el personaje de Hopkins. ¡Faltaría más!

Por cierto, no tengo nada en contra de la Kidman, al contrario, pero ¿productores y directores no han pensado que hay otras actrices tanto o más válidas que ella? ¡Es que sale hasta en la sopa!

20.9.05

Ustedes lo han querido: ZULÚ

Uno de los valores positivos que se le pueden atribuir a Zulú es la presencia de Michael Caine en una de sus primeras y más relevantes interpretaciones como co-protagonista y que, con su presencia, logró incluso robarle algunos planos a Stanley Baker, por aquel entonces uno de los actores más prestigiosos de Inglaterra y, al mismo tiempo, productor de la película.

La cinta, dirigida con una eficacia cuestionable por Cy Endfield, narra uno de los episodios verídicos que ocurrieron en Sudáfrica, en 1879, durante una las numerosas guerras coloniales que sostuvo el ejército británico. En concreto, Zulú se centra en los avatares de un pequeño batallón militar que –compuesto por poco más de un centenar de soldados resguardados en un pequeño puesto militar-, tuvo que enfrentarse a 4.000 indígenas con ganas de sangre.

Caine y Baker son los dos oficiales al mando de la compañía. Sobre ellos recaen las máximas labores interpretativas, consiguiendo un recordado duelo actoral del que, como he citado anteriormente, salió ganador el primero. Baker es ampuloso y recto, extremadamente militarista. Caine es un bon vivant, hijo de familia aristocrática y que tendrá que enfrentarse, por primera vez, con el enemigo en el campo de batalla. Los dimes y diretes entre el uno y otro se convierten en uno de los platos fuertes de la función. Y, a veces, tanta verborrea discursiva, acaba antojándose repetitiva.

El film tiene un grave error. Para ser una película de aventuras al uso, le cuesta mucho entrar a fondo en el espíritu del género. Posee un arranque fenomenal para, posteriormente, bajar su ritmo inicial y entrar en un tiempo muerto y somnoliento difícil de digerir. La cámara busca a esos dos oficiales para mostrarnos sus diferentes puntos de vista ante la batalla que se avecina. Por otra parte, también se acerca al resto de soldados confinados en esa especie de fuerte. Y, tanto en un caso como en el otro, se muestra un tanto forzado en el dibujo de los personajes.

De todos modos y a través de sus secundarios, espléndidos todos ellos, consigue un crítico retrato sobre el terror y el miedo a lo desconocido. La muerte y la absurdidad de la guerra se ven reflejadas en sus rostros descompuestos y en sus diálogos. Pero, a pesar de ello, el ritmo sigue sin subir, sin cesar de darle vueltas, una y otra vez, a los mismos conceptos. John Ford, a esas alturas del relato, y teniendo a varios oficiales del Séptimo de Caballería sitiados por los indios, ya habría entrado directamente en materia. Y Endfield, sabedor del ansia del público por la espectacularidad de la contienda, alarga demasiado ese momento.

Pero cuando la esperada explosión de violencia llega, el film da un cambio radical. Su ritmo se vuelve frenético. A pesar de las cantidades ingentes de zulúes rodeando el puesto británico, los indígenas se convierten en el vivo retrato del anonimato. Sus rostros y figuras son etéreos. En el campo de batalla, el enemigo siempre es etéreo. No importa quién es. Mejor no saberlo. Los disparos y golpes de bayoneta serían mucho más duros sin ese anonimato. Matar a un número, siempre es más sencillo que matar a un cuerpo con sentimientos. Y Endfield retrata a la perfección este aspecto.

Teniendo en cuenta que se produjo hace ya unos cuantos años, en 1964, las escenas de violencia y lucha están perfectamente filmadas y coreografiadas. El acoso y derribo le queda fenomenal, lo cual es una prueba fehaciente de que, sin los efectos especiales y la informática actual, se podían filmar vibrantes escenas de acción. Mucho más artesanales y meritorias que las de ahora. Eso sí, menos efectivas pues, por ejemplo, las luchas cuerpo, rematadas con la inserción de una aguda lanza o de una bayoneta en el cuerpo del rival, quedan mucho más falsas y teatrales que la de los detallistas toques informáticos del cine actual. Aún y así, me quedo con esa antigua manera de filmar. A veces no es necesario recrearse tanto en los aspectos más morbosos (y un tanto gore) como hacen ciertos realizadores de hoy en día. Vale la pena que el espectador ponga un poco más de imaginación por su parte para que, como en el caso del film que ahora nos ocupa, los aplausos en la platea no se hagan de rogar. ¿Se acuerdan, hace unos años, de qué manera eran vitoreados los héroes por el público cuando realizaban una sublime proeza? ¡Qué tiempos aquellos! Y Zulú, precisamente, pertenece a ese tipo de películas.

Por desgracia, después de la tormenta llega la calma. Puede estar basada en un caso verídico, pero su epílogo final, tal y como la plantea Endfield, resulta difícil de tragar. Precipitado y, al mismo tiempo, capaz de romper la crítica antibélica con la que había puntualizado ciertos pasajes de la proyección. Cambia de tercio y, a pesar de los sentimientos de desolación de sus protagonistas ante tanto cadáver innecesario, termina desviándose hacia el militarismo más radical. Y precisamente, por culpa de esa dualidad benevolente con la que cierra el film, éste finalmente acaba conviertiéndose en un producto irregular, aunque plagado de momentos brillantes. Podría ser mejor. E incluso peor.

19.9.05

A partir de hoy, un café cada noche

Ayer por la noche me lo pasé muy bien ante el televisor. Sé que se trata de un formato ya visto en otras cadenas, pero tras ver el primer capítulo de Camera Café, doy un pleno voto de confianza a esa nueva teleserie.

Uno de sus guionistas es uno de los nuestros, Putokrío (Jorge Riera). Una labor loable e ingeniosa, pues la fuerza de la serie radica precisamente en el guión. Sus diálogos y situaciones son ciertamente graciosos, rozando a veces el surrealismo más puro. Su humor es gamberro, un detalle muy de agradecer ante tanta sit com nacional, descafeinada y repetitiva que está invadiendo nuestras pantallas. Pero, ¡ojo!, gamberro pero no ofensivo, a pesar de que cuatro maniáticos -los mismos de siempre- ya se han sentido agraviados por un par de divertidos chistes negros sobre animales de compañía. O al menos, eso es lo que dan a entender los comentarios de algunos telespectadores en la página web de Tele 5, lugar en el que se aloja la información sobre esta serie.

El formato es sencillo. Una cámara en el interior de una máquina de café. Y ante ésta, los empleados de una empresa dan rienda suelta a sus neuras, en el momento en que acuden a tomar sus cafetitos diarios a modo de escaqueo. La cámara, como es lógico, se mantiene quieta, en plano único, guardando la mayor parte de su mérito para sus guiones y, ante todo, para sus envidiables actores, a cual mejor. Y detrás de esa cámara, Luis Guridi, el director, uno de los integrantes de La Cuadrilla, los creadores del cinematográfico Justino.

Les aconsejo que le den una oportunidad. Tiene un ritmo increíble, por momentos delirante. Y un gran punto a su favor: corta. No llega a la media hora. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y, por favor, si se acercan a Camera Café no se queden tan sólo con los actores que se sitúan en primer plano. Detrás, al fondo de ellos, también ocurren cosas extrañas.

De lunes a jueves, a partir de las 09.30 P.M., en Tele 5. Háganme caso. Al menos ayer disfruté de verdad. Espero que siga con ese ritmo.

18.9.05

Juegos de Verano (XVI)

El Oso era el título de la última película fantasma. Los prismáticos de la foto eran los del cazador que, en ese momento, atisbaba un árbol que era balanceado por un oso que rascaba su espalda en él.

Vamos a por otro film a descubrir. Como siempre, una imagen del mismo y una frase alusiva.

Hierbas y arquitectura.

Más vale tarde que nunca

Si alguno de ustedes tiene la suerte de conectarse a este blog antes de la 01.00 P.M. de hoy domingo y, además, la posibilidad de ver en su casa Galavisión, a través del satélite o de la televisión por cable, les voy a dar una noticia espeluznante.

Sí al igual que yo están enfermos y deliran por las películas de luchadores enmascarados mejicanos, hoy, a esa hora (no se fíen mucho de los horarios de Galavisión), proyectarán Las Luchadoras Vs. El Robot Asesino. Mujeres rudas y celulíticas (entre las que se encuentra Isela Vega) contra un autómata criminal. Dirigida por René Cardona, un hombre acostumbrado a lidiar con Santo El Enmascarado de Plata en los sets de rodaje.

Siento avisarles tan tarde, pero hace pocos minutos que lo acabo de descubrir. De todas maneras sepan que, cada domingo y en el mismo horario, emitirán una película de enmascarados. Hace unas semanas, por lo que me han contado, dieron una de Blue Demon. Y antes, en cada una de esas sesiones, emiten varios combates de lucha libre. Alucinante.

A poder ser, a partir de ahora, les iré informando con un poco más de antelación de los próximos títulos a emitir. Vale la pena ese delirio psicotrónico.

Les dejo. Voy a preparar el vídeo.

17.9.05

Princesas (II)

La semana pasada les colgué un post titulado Princesas. En él expuse 4 fotografías de 4 bellas actrices que, en alguna de sus películas, se pusieron en la piel de una ramera. En el fondo, se trataba un pequeño homenaje al duro mundo de la prostitución femenina.

La inesperada acogida, por parte de ustedes, de ese guiño cinéfilo, me ha llevado a iniciar una serie de posts en los que irán apareciendo las princesas que, a través de sus comentarios, me propusieron mostrar. Intentaré hacerlo en el orden en que fueron sugiriéndolas. Si alguna de sus preferidas se queda en el tintero, es por falta de imágenes del film en el que interpretaron ese papel.

Va por todos ustedes. Aquí tienen las cuatro de esta semana. Se admiten más sugerencias para sucesivas entregas


Iris (Taxi Driver)

Hildy (La Balada de Cable Hogue)

Vivian (Pretty Woman)

Myra (El Puente de Waterloo)

16.9.05

Sólo falta Shrek

Todo hacía pensar que el invento funcionaría bien. En principio, apoyándose en la vida y en los cuentos urdidos por los alemanes Hermanos Grimm, la historia parecía irle como anillo al dedo a la mente descontrolada de Terry Gilliam. El Secreto de los Hermanos Grimm prometía muchas satisfacciones, pues se trata de una fantasía, mezclada con la tenebrosidad de algunos relatos infantiles y dotada de una intriga cercana al cine de terror, que nos podría haber acercado a los productos más celebrados del cineasta. De hecho, la cinta, tiene momentos visuales y temáticos que trasladan directamente al espectador a ciertos pasajes de Los Caballeros de la Mesa Cuadra y de La Bestia del Reino, aunque también, por desgracia, a uno de sus peores films, Las Aventuras del Barón Muchausen.

Gilliam ama el exceso. Su imaginería visual está por encima de todo. Si algo interesante y loable posee El Secreto de los Hermanos Grimm es su impecable factura estética. El fantasmagórico bosque en el que transcurre la mayor parte del film, es ciertamente prodigioso. Árboles con vida propia, lobos hambrientos, castillos en ruinas y reinas embrujadas se mezclan, entre sí, para darle un aire escalofriantemente lóbrego. Da la impresión que, para la confección definitiva de ese bosque, el ex Monty Python haya recurrido a las imágenes de dos títulos en parte paralelos a sus intenciones, En Compañía de Lobos y Sleepy Hollow. Junten la oscuridad del film de Neil Jordan (y sus referencias a Caperucita Roja) con el concepto del horror del de Burton y añádanle, al mismo tiempo, esos planos, un tanto rocambolescos y gran angulares, marca registrada de la casa Gilliam. Una maravilla de ambientación, vaya. Nada que decir en contra de ella; sólo elogios.

Pero la película se queda ahí. Bueno, para ser benevolente, le sumaré sus cuidados efectos especiales y la presencia de una belleza intachable (y de impacto), la de Lena Headey, poco más que correcta en su papel. El resto hace agua por todas partes. Su guión es de perogrullo. La historia que nos ofrece es mínima y peligrosamente previsible. La trampa del mismo se basa en barajar varios de los cuentos y leyendas publicadas por los Grimm (Hansel y Gretel y Caperucita Roja, entre ellos), insertar varias referencias más a ciertos tópicos sobre el tema (como el del necesario beso de un príncipe para despertar a una doncella muerta) e intentar, al mismo tiempo, darle un tono diferente a la película para distanciarse de Shrek, el título más innovador y fresco en este aspecto. De todos modos, y pese a querer conservar las distancias con la película de la Dreamworks, acaba haciéndole un guiño inconsciente a la misma, al utilizar un monstruo animatrónico, pegajuntoso y negruzco, que se desparrama y vuelve a restaurarse ante los rotundos mamporrazos que le suelta la Headey.

Uno de los grandes errores de esta paranoica visión sobre el universo de los Grimm se encuentra en la manera de afrontar su tratamiento. Terry Gilliam se ha quedado a medias tintas en muchos aspectos, pero el peor de todos ha sido el no haberse centrarse en un único género. La película, sin orden ni concierto, salta de un estilo a otro. Comedia, fantástico y cine infantil se aúnan formando un bebedizo poco sustancioso. Su innecesario tono de comedia barata es molesto; las pretensiones de querer orientar la trama hacia los más pequeños son fallidas y sólo le funcionan, a medias, sus toques más sombríos. El resto es pura pantomima por parte de unos actores demasiado apayasados, llevándose la palma de todos ellos Peter Stormare. Tenía a este hombre por un buen actor, pero después de ver la manera de moldear su personaje en El Secreto de los Hermanos Grimm creeré un poco menos en él. La verdad es que, durante toda la proyección, sus exagerados gestos y las tonterías que realiza me sacaron un tanto de quicio.

Matt Damon y Heath Ledger son, respectivamente, Wilhelm y Jacob Grimm. Una versión americanizada de los Hermanos Malasombra. Mientras Ledger salva más o menos su cometido, Matt Damon hace gala de su innata sosería y se le nota más perdido que a un pez fuera del agua. Y ambos, en su delirio interpretativo, intentan hacerle sombra, en todo momento, al insoportable personaje de Stormare, al igual que le ocurre al siempre excelente Jonathan Pryce, en esta ocasión rasado a la misma altura que sus compañeros. Por no hablar ya del patético rol encarnado por Monica Bellucci, en un homenaje -un tanto forzado- a la maquiavélica bruja de Blancanieves y los 7 Enanitos.

Definitivamente, me quedo con el Gilliam de El rey Pescador y 12 Monos.

15.9.05

Klaatu Barada Nikto

La maldición del Festival de San Sebastián ha vuelto a cumplirse. Robert Wise, uno de los invitados al mismo, falleció ayer noche de un ataque al corazón a los 91 años de edad, mientras su esposa se encontraba ya en España para recoger un premio en su nombre.

A la hora de despedir a un artesano tan grande como éste, a veces sobran las palabras. Las siguientes imágenes hablan por sí mismas. Valgan, al mismo tiempo, como homenaje a Wise.


Ultimátum a la Tierra


Marcado por el Odio


¡Quiero Vivir!


West Side Story


Cualquier Día En Cualquier Esquina


La Casa Encantada (The Haunting)


Sonrisas y Lágrimas


El Yang-Tse en Llamas


La Amenaza de Andrómeda

14.9.05

Por prescripción facultativa (4ª y última parte)

La última frase del director de escena, lanzada a través de los altavoces del recinto, aún martilleaba en mi cerebro, igual que si se tratara de un eco sin final aparente:

- ¿Alguien puede decirle al obispo y a sus dos compañeros, situados tras él, que han de aligerarse un poco el ropaje?.

Al instante aparecieron una chica de vestuario y otra de casting. No recuerdo cual de las dos fue, pues en esos momentos no estaba para nada ni para nadie, pero alguna de ellas me sugirió que fuera desnudándome. Volví a implorar el “tierra trágame”, pero un esperanzador enunciado, pronunciado por una de las dos muchachas, calmó mis instintos asesinos:

- No es necesario que te desnudes completamente, pues el actor al que estás supliendo acordó, en su contrato, que no enseñaría según que partes de su cuerpo.

La verdad es que no sé ni cómo se llama ese buen hombre, pero en esos instantes le habría alzado un monumento. Tuve que dejar la casulla, la capa, y la sotana en el suelo, así como el báculo. Mi única vestimenta, aparte de la cadena con la cruz plateada, sería la larga camiseta blanca –desabrochada hasta el pecho-, los calzones morados del obispo, las medias grises y los zapatos. Menos da una piedra.

De nuevo, la voz del director escenográfico, volvió a retumbar en la Plaza Mayor:

- Por favor, ¡qué algunas chicas acudan a formar pareja con el obispo y sus dos colegas!

Aún no había acabado ese llamamiento que, al momento, tres mozas subieron decididas al palco. Una amazonas rubia de veintipocos años, guapísima y desnuda, con un envidiable cuerpo, se acercó a mí asegurando que sería mi partenaire. Yo aún ignoraba mi cometido en la escena de marras, hasta que la de casting sugirió que me tendiera en el suelo, ante el trono, con la barriga hacia arriba y mirando al cielo. ¡Bien sabe Tutatis que estaba metido en un buen embrollo!

Antes de obedecer la sutil propuesta, mi espíritu rebelde quiso dejar patente su queja ante el engaño con que me habían conducido hasta allí:

- A mí tan sólo me dijeron que tendría que estar sentado en el palco, vestido de obispo. Y ahora resulta que...

Ni caso. Entendían mi reproche, pero la cosa ya estaba a punto y no se podía dar marcha atrás. Los 420 figurantes desnudos, bajo el estrado, estaban entusiasmados ante la posibilidad de ver a un obispo realizando un striptease. Por un segundo me vislumbré negándome a rodar la escena, al tiempo que era insultado y apedreado por numerosas personas en pelota picada. “Spaulding, has de quedarte y hacer lo que te mandan”. Buen asesoramiento: a veces, el subconsciente es muy inteligente y práctico. Miré a mi nueva compañera. Ciertamente era una belleza. Guapa, rubia, de piel morena, labios carnosos y unos pechos interesantes. No inmensos, pero sí perfectamente proporcionados. De esos, en forma de perita, que tanto me gustan. Dentro de la desgracia, todo iba mejor de lo que pudiera imaginar.

Me tumbé en el suelo. La chica se estiró a mi lado, e intuyendo que yo no tenía ni idea de lo que tenía que hacer, me contó, de manera muy natural, el modo en que debíamos comportarnos ante la cámara. Su acento era muy dulce y agradable. Mejicana, para más señas; de vacaciones durante unos días en Barcelona. Su sencillez me calmó bastante. Me indicó que nos tendríamos que abrazar, oler, acariciar y besar nuestros cuerpos y labios. Lo más normal del mundo; lo habitual de cada día. Ideal para un obispo: llegar y besar al Santo.

La de casting le señaló a mi concubina que ella, durante la primera toma, me tendría que desnudar un poco más, sin que se llegara a percibir ninguna parte impúdica de mi anatomía. Pactamos que, entre manoseo y manoseo, me sacaría los zapatos y las medias. La verdad es que estaba sorprendido. Nunca en la vida una dama me había despojado de unas medias.

Pues nada. Allí estábamos, tendidos en el suelo, con los ropajes obispales alrededor y bajo nuestros cuerpos. Pensé en mi esposa y en el hermano de ésta, persiguiéndome por oscuros callejones y blandiendo un bate de béisbol. ¡Terror! ¡De obispo a erotómano! El equipo de realización rogó silencio; yo imploré, en secreto, por mi medicación. Se iba a rodar. ¡Action!. Acababan de lanzar al obispo Spauld al abismo. La chica me acariciaba, miraba directamente a mis ojos, sonriendo, mientras besaba mis labios. Y yo allí, intentando relajarme y saborear esos surrealistas instantes. Dicen que a nadie le amarga un dulce. Y ese dulce, de veinte añitos, lo tenía colocado justo encima de mí, retozando sobre mi barriga. ¡Mon Dieu! Le estaba acariciaba los pechos como si se trataran del mando a distancia de un televisor. Aún no estaba motivado. Aquella situación me acababa de pillar en bolas. O casi. Mejor dejémoslo en "in fraganti". Todo me había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Pensé en cosas tiernas, buscando la tranquilidad y el sosiego. La pequeña de los Ingalls, la de La Casa de la Pradera, apareció en mi mente corriendo y dando saltitos entre la hierba. Mientras, mi deliciosa mejicana, ya me había quitado los zapatos y las medias. Me besaba, y yo intentaba corresponderla lo mejor que podía. Detrás de la pequeña Ingalls, aún estaba mi cuñado, Jordi, blandiendo el bate de béisbol. Con esa preocupante escena en mi cabeza, mi compañera accidental, entre dulces y apasionados besos, me había bajado un poco los calzones.

¡Corten! Era el final de la escena. El silencio se convirtió en un sonoro aplauso por parte de los más de 400 extras convocados. Todos celebraban haberse arrullado entre ellos sin problema alguno. Suspiré y resoplé, evocando al capitán Haddock. Y, entonces, surgió un nuevo problema. La chica de vestuario se acercó a nosotros. Se había cerciorado que mi calzón obispal lucía rasgado por su parte trasera, con lo cual existía el peligro de que asomaran, durante la siguiente toma, mis calzoncillos tipo Cary Grant.

- Tendrás que ir un momento al lavabo, quitarte la ropa interior y colocarte otra vez los calzones, aunque estén agujereados – me dijo de buena fe.

Ni contesté. Miré sonriendo a la multitud desarropada. La miré a ella. La situación se me antojaba de lo más absurda. Grotesca. Y entonces, allí, en medio de ese elevado escenario, me bajé los zahones clericales, me despojé de mis calzoncillos -entregándoselos a ella- y volví a enfundarme el taparrabos eclesiástico. Aplauso popular y vuelta al ruedo. Por fin el obispo, durante breves segundos, había ensañado su polla al respetable.

Para las siguientes tomas, ya no fue necesario volver a calzarme los zapatos ni las medias. El juego seguía consistiendo en el mismo de antes. La verdad es que, durante la segunda intentona, todo fue mucho más complaciente. Mis caricias eran mucho más sensuales y menos frías, al igual que mis besos. Y ella, esa belleza mejicana, también se sintió más cómoda en su papel.

Entre la segunda y tercera toma, aprovechamos los minutos de descanso para charlar un poco entre nosotros. Así nos conoceríamos un poco más y podríamos afrontar el resto del rodaje con más serenidad. En este aspecto, no se me ocurrió otra cosa mejor que comunicarle mi pasión incondicional por algunos de sus héroes nacionales; en concreto, Santo el Enmascarado de Plata y Blue Demon. Una manera ideal de empezar una tertulia: tumbados en el suelo: ella desnuda, yo en calzoncillos y camiseta y platicando sobre lucha libre. Maravilloso e irrepetible.

Llegamos a filmar unas cuantas escenas más. Siempre lo mismo, pero cada vez me desenvolvía de manera más natural. Después, todos los allí reunidos, cada uno con sus respectivas parejas, tuvimos que simular despertar de un largo sueño, sorprendiéndonos al ver a otra persona descansando desnuda a nuestro lado. Yo panza arriba; ella apoyando su cabeza en mi panza. Hasta que cayó la de Dios. Ese hombre (o concepto, o llámenle como ustedes quieran), desde allí arriba, atrapó a uno de los suyos yaciendo en compañía de una mujer ardiente: ¡Nada menos que un obispo! Y como castigo divino, soltó sobre nosotros una tormenta de mucho cuidado. Rayos y truenos cayeron sobre el Pueblo Español. Las encargadas del vestuario aparecieron a nuestro lado como caídas del cielo; rescataron al vuelo mis ropajes por allí extendidos y huyeron a cobijarse con estos del agua. Me despedí, bajo la lluvia, de la frágil doncella americana y, con toda la naturalidad del mundo, dotado sólo de la cruz en el pecho, la camiseta, las botargas, la pequeña boina y los zapatos morados, fui a buscar refugio bajo las arcadas que rodean la plaza.

Podría haber sido peor. Me devolvieron mis calzoncillos y mis gafas y, a cambio, les entregué los bombachos rasgados. Un joven de producción, armado de un paraguas, vino en mí busca para acompañarme hasta la roulotte del obispo. No me dejaron partir con él hasta que me localizaron unas playeras con las que calzarme. No querían que los chapines del sacerdote se estropearan con el agua.

Finalmente me dejaron solo en la caravana. Me sentí más cómodo que nunca al vestir de nuevo mi ropa habitual. Maldecí el no haberme podido fotografiar vestido con los ropajes religiosos, pues la chica que por la mañana me engalanó, había prometido sacarme una instantánea al terminar la jornada. La inesperada lluvia rompió todos los planes. Sólo quedaba, de mi atuendo, la camiseta, los anillos y la cruz. El resto estaba resguardado del agua, dentro de una gran bolsa de plástico y bajo las arcadas de la plaza en compañía de las chicas de vestuario. Rehusé ducharme para, al menos, conservar el pelo canoso hasta llegar a casa. Llamé desde el móvil a producción para que alguien me acompañara hasta el coche, pues la tormenta seguía con insistencia. Me enviaron un transporte con el que me acercaron hasta mi automóvil.

Una vez en casa, le conté toda la kafkiana experiencia a mi alucinada señora. No hubieron represalias de ningún tipo. Entendió perfectamente la situación, se rió y me aseguró que mejoraba bastante con el pelo canoso. Llamé de nuevo a producción para saber cuando y cuanto cobraría. Pensé en mi doctor, me di una ducha y, tras ingerir un par de pastillas para dormir, me metí en el sobre. En el fondo, el galeno sabía aconsejarme.

Un día extraño y, en parte, inolvidable,a pesar de haber sufrido durante un buen rato. Conocí gente maravillosa y con mucho sentido del humor.

Meditando sobre esa jornada, he llegado a la conclusión de que quizás, en otra ocasión, me apetecería volver a servir a la Iglesia. Esto último, por favor, no se lo digan jamás a mi mujer.

enlace con la 1ª parte / enlace con la 2ª parte / enlace con la 3ª parte

(algunas de las fotos que ilustran este post han sido robadas de ¿Está Grabando?)

13.9.05

Rogamos disculpen esta interrupción...

Espero sepan perdonar esta pequeña paralización del devenir habitual de Spaulding’s blog. No está hecho a mala leche, ni mucho menos. Les aseguro que mañana les colgaré el último capítulo de mi extraña colaboración en el rodaje de El Perfume.

Este alto en el camino se debe, sencillamente, a que hoy, hace justo un año, vio la luz por vez primera esta bitácora. Hay que celebrarlo, al igual que hace ese pequeño Spaulding ante su pastel de aniversario, cuando en noviembre de 1960 cumplía los 12 meses.

Esta bitácora, en comparación con el enano Spauld de la fotografía, ya no necesita andar con la ayuda de una chichonera. Ustedes le han dado alas. Más que caminar, casi a diario, vuela por sí sola. En 365 jornadas han habido casi tantos posts como días tiene un año. Excepto en contadísimas ocasiones, he estado a su lado puntualmente. Ello supone un esfuerzo considerable, pero su masiva respuesta bien lo vale. No en vano, en pocas horas, llegaremos a las 100.000 visitas. Ese es el mejor de los premios para quien esto escribe, pues es un logro que se consigue a medias. Ustedes y yo lo hemos logrado.

Críticas de cine -tanto actual como clásico-, anécdotas personales y alucinadas de todo tipo, se han ido sucediendo, sin orden ni concierto y a modo de cajón de sastre, para entretener y hacerles el mundo del séptimo arte un poco más atractivo. Como deben haber descubierto, mi pasión por éste es indescriptible. Disfruto hablando de cine. Y, la verdad, no lo puedo disimular, pese a mis sarcasmos habituales.

Aprovecho la ocasión para estrenar un banner, hasta ahora inexistente en esta página. Un cartel diseñado y cedido amablemente por el responsable de un blog amigo, El Séptimo Cielo. Una de las mejores maneras de celebrar este aniversario. Pulir un poco la fachada principal siempre hace más atractivo el resto.

La página seguirá como hasta ahora, alternando las críticas con todo tipo de posts, siempre cercanos al cinematógrafo en todos sus aspectos. Mantendré una de las secciones que más aceptación popular ha tenido, Ustedes Lo Han Querido. Esta semana tocaba hablar de la película Zulú. Ya está revisada, pero su comentario queda para la próxima, pues en los últimos días, entre el rodaje de El Perfume y la larga confección de la experiencia en el mismo, el citado apartado ha quedado aparcado de manera provisional. Y, por supuesto, tampoco abandonaré el divertimento, en un principio denominado Juegos de Verano y que, con el cambio de estaciones, lógicamente irá permutando su título.

Y por último, dar las gracias más efusivas a un estrambótico ser, sin el cual nunca habría nacido Spaulding’s blog. Se trata de Absence, mi cuñado.. Sin él y sin su constante insistencia en que creara esta página, nunca habría entrado en contacto con ustedes. En el fondo, muy en el fondo, amo a Absence.

No me obliguen a decirlo más veces pero, para que lo sepan y les quede claro, también les quiero a ustedes... excepto a uno muy en concreto (tal y como diría el entrañable Hijo Tonto). Como demostración palpable de ello, les doy un beso en la frente y un pedazo del pastel del infante Spauld... aunque ignoro si habrá para todos.

No se me desparramen y, por favor, sigan visitándome. Estoy muy a gusto en compañía suya. Son ustedes unas buenas personas. Y mi esposa también, ya que ella, pobre mujer, soporta día a día mis largas horas de trabajo ante el teclado.

Y no sufran, pues mañana mismo conocerán el final de las aventuras y desventuras del Obispo de Grasse.

12.9.05

Por prescripción facultativa (3ª parte)

Ante mí se estaba filmando una de las escenas cruciales de El Perfume. En el patíbulo montado en el centro de la Plaza Mayor se encontraba Ben Wishaw, el actor protagonista. Mientras, Alan Rickman, el malo de Jungla de Cristal, se acercaba decidido hacia el cadalso, espada en mano, sorteando al pueblo llano que, en esos momentos, yacía tumbado en el suelo. Eran unos 420 figurantes, hombres y mujeres, la mayoría de ellos desnudos completamente y fingiendo realizar el acto sexual. Del primero al último, agrupados en parejas y en tríos. Sobándose y besándose, sin pudor ni reticencia alguna, con total desparpajo.

Empecé a sudar. “¿Dónde narices me he metido?”. El sudor cada vez era más frío. La sotana pesaba de manera exagerada. Y viviendo la misma situación que yo, también estaban mis dos colegas disfrazados de gente bien. Ellos tampoco lo veían nada claro; la nobleza se temía lo peor. La secuencia se repetía una y otra vez. “¡Acción!” "¡Corten!”. Muchas veces esa orden. Demasiadas. Los extras en el suelo, a su rollo pasional, y Alan Rickman pasando sobre ellos y evitando la posibilidad de pisar algun miembro erecto.

Entre toma y toma, aprovechaba la ocasión para salir de la estancia en la que me tenían recluido y dar una vuelta, con mi ropaje eclesiástico, entre los desnudos, con la única y sana intención de refrescarme un poco; sin ningún tipo de malicia. Tetas, penes, nalgas y coños se multiplicaban ante mis ojos. Los propietarios de dichas piezas anatómicas, empleaban esos minutos de sosiego en beber agua o fumar algún cigarrillo. En mi deambular, pasé con total dignidad eclesiástica ante un trío compuesto por una chica y dos chicos. La voz de ella retumbó en mi cabeza:

- Santidad, ¿quiere unirse a la fiesta con nosotros?

Ignoro sí el tratamiento de Santidad es lícito para un obispo, pero con buenos modales le expliqué que, como miembro de la Iglesia, había hecho voto de castidad y me era imposible fornicar con desconocidos. Acto seguido huí por la retaguardia, regresando a hurtadillas al lado de mis dos compañeros de fatigas. La verdad es que deberían ser ya las dos del mediodía y aún no había pegado ni golpe. Aunque presentía lo peor. ¿Harían que el obispo se enfrascase, en pelota picada, en esa cuchipanda callejera?. Imposible. Cuando hace un par de meses me presenté al casting, me preguntaron si querría formar parte de esa escena. Mi negativa fue rotunda pues, en el fondo, soy un hombre de buenas costumbres (y dudosos modales). Uno de mis colegas, al que de los nervios se le empezaba a torcer la peluca, me aseguró que él también había dejado clara su disconformidad con el tema al igual que yo. Eso me tranquilizó un poco, pues por unos instantes me había imaginado sobre el palco obispal, con la sotana desabrochada y blandiendo el pene a los cuatro vientos.

Más relajados, seguimos haciendo conjeturas sobre cual sería en realidad nuestro cometido en el film. Por fin llegamos a la conclusión de que formaríamos parte del cortejo de llegada al aposento presidencial para, a continuación, abrir y oficiar la ceremonia de la supuesta ejecución del protagonista. A pesar de ello, mi vista seguía, disimuladamente, los movimientos de las numerosas féminas insinuantes que por allí estaban congregadas.

Un par de chicas del equipo técnico rompieron nuestra tertulia. Estaban a punto de filmar la última toma de la mañana. Aprovechando el descanso, nos hicieron cruzar el set de rodaje y nos condujeron al otro lado de la plaza, pasando entre los numerosos pecadores allí tendidos. Un verdadero amasijo de carne humana entremezclada de mil formas diferentes. Aproveché el desplazamiento para ir bendiciendo a cuantas almas perdidas e impúdicas se cruzaban en mi camino, al tiempo que tendía ambas manos, a algunas jóvenes atractivas y descaradas, para que besaran mis dos anillos. “Dios os bendiga, cervatillos míos”.

Una muchacha del vestuario nos colocó una especie de babero gigante sobre nuestros disfraces. Era la hora de comer y, suponiendo que deberíamos ser una especie de gorrinos a la hora de sentarnos ante una mesa, tomaron sus precauciones para que no les manchásemos las vestimentas.

El comedor de los VIP estaba situado fuera del Pueblo Español, cruzando la carretera de Montjuic. Los turistas que pululaban por el lugar, al vernos aparecer de esa guisa, hicieron todo tipo de comentarios. Un japonés, armado de su cámara fotográfica, consiguió que posara para una instantánea al lado de su mujer y sus dos hijas. Un obispo con babero les debió resultar ciertamente curioso.

La comida no era nada del otro mundo, aunque bastante soportable. Lo mejor fue la botella de Rioja que me bebí, mano a mano, con uno de los colegas, mientras observábamos atentamente la cara de mala leche que metía Alan Rickman zampándose, a toda prisa, un estofado de cerdo ibérico.

Un pitillo, un cafetito y vuelta al trabajo. Cruzamos de nuevo la carretera. Di la bendición a un automovilista que detuvo su coche para dejarme pasar. Entramos otra vez en el Pueblo Español. La hora de mi debut estaba cercana. Los nervios empezaban a hacer mella en mí. La Plaza Mayor estaba aún bastante vacía. Algunos figurantes aprovechaban las sombras para pegarse una siesta. Los técnicos cambiaban la posición de las cámaras, dirigiendo el objetivo de éstas hacia el palco en el que estaba plantado el trono del prelado; mi butaca, el lugar en el que daría mi primer paso hacia el estrellato. Sólo faltaba saber cual sería exactamente nuestra función sobre ese entarimado.

Uno de los colegas con los que había pasado toda la mañana se encontró con un conocido que hacía de figurante. Este nuevo personaje, en contraste con nuestra galanura y lujo, vestía unos andrajos bastante repulsivos. Entre los tres, esperando el momento del rodaje, decidimos ir a un bar del Pueblo Español a tomar una copa.

Igual que cada día, ese enclave turístico estaba abierto al público, excepto su acceso a la Plaza Mayor, la cual estaba acotada sólo para los que formábamos parte de la filmación. Ya pueden ir imaginándose el alborozo que causamos cuando un obispo, un elegante hombre de la realeza y un purulento mendigo de hace un par de siglos, entramos en un chiringuito plagado de guiris. Un orujo, un Aromas de Montserrat y un carajillo de Pujol fueron nuestras respectivas consumiciones. Yo me apunté al orujo, chupito al cual fui convidado amablemente por mi compañero, el caballero elegante.

Volvimos a la plaza. Una chica de vestuario me pilló al vuelo y me avisó que, en pocos minutos, sería mi turno. Literalmente hablando me secuestró, recogió el babero, repaso mis vestimentas, me colocó una gigantesca capa entre la casulla y la sotana y se quedó con mis gafas. El báculo, según me informó, me esperaba al lado del butacón obispal. Por unos instantes me imaginé en el Vaticano solicitando una entrevista papal.

Con todo ese atuendo encima, me encaminó hacia el palco. Subí unas pequeñas escalinatas y, allí, al lado de la butaca y elevado en primera línea, me sentí como Dios.

- Por cierto, ¿qué tengo que hacer exactamente? – le pregunté a la joven de sastrería que me había acompañado hasta la palestra.

- ¿Las chicas de producción no te han dicho nada? – inquirió un tanto extrañada.

- No. La verdad es que no – respondí.

- Tu tranquilo. Mientras no te digan nada, siéntate en el trono y aguanta el báculo con la mano derecha.

Dicho y hecho. Me aposenté cómodamente en el trono y empecé a observar al equipo técnico y a los 420 figurantes semidesnudos que volvían a sus posiciones. Yo estaba en el mismo centro del entarimado. Varios extras, hombres y mujeres, empezaron a ocupar posiciones en las tres gradas situadas tras de mí. Algunos de ellos estaban casi en cueros. Empecé a tragar saliva. Recordé de nuevo a mi doctor y sus dudosos consejos. Ese tío, desde su despacho, debió echarme algún mal de ojo. Necesitaba urgentemente mi medicación o, en su defecto, otra copa de orujo. ¿Es normal que un obispo esté rodeado de gente con pollas, vaginas, culos y pechos fuera de sus habitáculos habituales? Y yo allí, sentado con mi sotana, la capa y el báculo de los cojones.

Intenté calmarme. Un obispo no puede follar así como así. No es normal. Ni la medicación ni el puto orujo aparecieron. Estaba perdido. El “tierra trágame”, que repetía constantemente para mis adentros, no surtió efecto alguno. La tierra se mantenía firme y yo no sabía dónde estaba ni que podía ocurrirme. Los 420 figurantes se despelotaron del todo, formando sus parejas y tríos igual que antes de comer. Mi visión, desde el palco, era perfecta. Aunque yo también era un blanco perfecto para los objetivos de las distintas cámaras, pues me encontraba en el centro del huracán.

- Por favor... ¿alguien puede decirme que tengo que hacer cuando empiecen a filmar?.

Era mi vocecita que sonó trémula y acongojada, mientras mi vista buscaba a alguna de las chicas del equipo que me habían acompañado durante toda la mañana.

La voz del director escenográfico (uno de los integrantes de La Fura del Baus) atronó por los altavoces del recinto:

- ¿Alguien puede decirle al obispo y a sus dos compañeros, situados tras él, que han de aligerarse un poco el ropaje?

El Twilight Zone tan sólo acababa de dar sus primeros pasos.

To be continued... Mañana el episodio final... the best of the experience

enlace con la 4ª y última parte / enlace con la 2ª parte / enlace con la 1ª parte

(todas las fotos que ilustran este post han sido robadas de ¿Está Grabando?)

11.9.05

Por prescripción facultativa (2ª parte)

Allí estaba yo, aparcado a unos quinientos metros del barcelonés Pueblo Español. Para aquellos que no lo conozcan, éste es un enclave turístico que, construido con motivo de la Exposición Universal de 1929 y situado en plena montaña de Montjuic, reproduce calles y localizaciones de algunas de las ciudades de España con más solera. Un escenario ideal para rodar algunas de las escenas de El Perfume.

Con mi ágil soltura de andarín callejero, saltando charcos e intentando no pisar el barro, encaminé mis pasos hacia la puerta de entrada del citado Pueblo Español. Allí, ante unos tipos que tenían toda la pinta de pertenecer al equipo técnico de la película, me di a conocer:

- Soy Spaulding. Me han dicho que os comentara que vengo a sustituir al obispo.

Intuí una sonrisa sarcástica en un tipo que llevaba un pinganillo en la oreja y un pequeño micrófono inalámbrico cerca de sus labios. Susurró unas cuantas palabras en inglés –de las que sólo intuí el vocablo bishop- y, a los pocos minutos, apareció un amable joven que, a través de gestos, me indicó que le siguiera.

El diálogo entre ese ser y yo fue mínimo. Hablaba alemán. Yo, catalán o castellano. La lengua empezaba a interponerse en mi meteórica carrera como actor. Y mi guía no sólo chapurreaba un idioma totalmente desconocido que me transportaba a los tiempos de Lili Marlene; el tío andaba a cien por hora por las enrevesadas calles del Pueblo Español hasta que, de pronto, cruzamos el set principal, situado en la plaza mayor de ese enclave. Una inmensa plaza en cuyo centro se había construido un patíbulo, lugar en el que, a buen seguro, debería morir ajusticiado el protagonista principal. El suelo estaba cubierto de grandes capas de gomaespuma mientras, al otro extremo de ese gran espacio, se encontraba montado el palco obispal, con un trono majestuoso colocado en medio del estrado y en primera fila. Allí, supuse, debería aposentarme yo durante esa escena tan esperada.

Sorteamos a todo tipo de técnicos. Se estaban montando las cámaras. Conté unas seis de ellas. Cables eléctricos de grosor considerable cruzaban toda la plaza. Gigantescos focos y pantallas blancas para difuminar la luz estaban situadas de manera estratégica. Me introdujo en una pequeña habitación destartalada y sucia, muy sucia, llena de aparatos sofisticados que fui incapaz de reconocer. Subimos por unas empinadas escaleras metálicas y salimos de nuevo al exterior. Estábamos en la parte posterior del Pueblo Español. Allí se encontraban varias roulottes, una detrás de la otra, con diferentes letreros en sus respectivas puertas de entrada. Me quedé, ante todo, con la de Make-Up & Hair. Eso lo entendí. Maquillaje y Peluquería. Pasito a pasito, acabaría dominando la lengua de Chespir.

Una chica agradable, catalana y de baja estatura, se dirigió a mí:

- Eres el doble del bishop, ¿verdad? – me preguntó sonriente.

- Exacto – aseguré, aunque no acababa de entender porqué sonreían tanto con mi presencia

- Sígueme, voy a vestirte.

Recordé, en esos momentos, que mi mujer, cuando hizo de figurante, tuvo que cambiarse en una inmensa sala colectiva, en la que otros extras se enfundaban en sus respectivos ropajes. Como en la mili, estaba convencido de que me llevarían a otra estancia similar.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando me hizo entrar en una de las caravanas. La última de todas, en la que podía leerse, en letras grades, Bishop Of Grasse. Obispo de Grasse. O sea, el eclesiástico de más poder de la aldea de Grasse, el lugar en el que transcurre parte de la acción de El Perfume.

Por lo que me contó la simpática asistente, esa roulotte pertenecía a la del actor al que suplantaba, un hombre ya mayor y con la salud un tanto mermada. Un habitáculo que, durante ese día, sería de mi entera propiedad. En esos momentos tuve claro que estaba naciendo la estrella Spaulding. Aire acondicionado, nevera, dos sofás, cagadero, ducha y lavabo. Una maravilla. Ni Luis Ciges hubiera soñado con esos lujos.

La joven me contó que un doble de actor era diferente a un figurante. Me aseguró que estaría mucho más mimado y que, en lugar de comer con el populacho -en una nave acondicionada como comedor-, lo haría al lado de las estrellas y del equipo técnico. Lo nunca imaginado.

A continuación me hizo quitar la ropa, excepto mis calzoncillos estilo Cary Grant. Me puso una larga camiseta blanca de algodón, tipo camisón de dormir, encima de mi torso y unos pequeños calzones morados que me llegaban hasta más abajo de las rodillas. También me enfundó unas medias grises que me llegaban a la altura de los muslos. ¡Vaya pinta de maricona debería tener en esos momentos! Mientras estábamos en ello, pensé en las rarezas del clero a la hora de vestir. Acto seguido, me colocó una larguísima sotana del mismo color que los calzones, en la que, por lo menos, habían más de veinte botones. Puso sobre mis hombros una casulla y me hizo calzar unos viejos zapatos, acabados en punta, del mismo tono que el resto de mi equipaje, rematando la faena con una enorme cruz dorada sobre el pecho. La capa y el báculo me los entregarían justo antes de empezar a rodar. Me vi en el espejo y descubrí lo que llegaba a imponer con mi sacrosanto atuendo. ¡Qué seriedad, qué porte! ¿Qué pensarían mis padres si me vieran de esa guisa?.

Necesitaba urgentemente hacerme una foto disfrazado de obispo. Por desgracia, descubrí que el atuendo religioso no tenía un puto bolsillo. Sólo en los calzones, a la altura de los genitales, poseía un pequeño e incómodo saquito en el que no cabía la cámara fotográfica. Allí, a duras penas, pude esconder el paquete de tabaco, un encendedor y el móvil. Más, imposible. Y no vean que show montaba cada vez que quería fumar un pitillo, pues tenía que arremangarme la interminable sotana hasta el ombligo e introducir, dramáticamente, la mano en ese pequeño bolso hurgando en busca de la nicotina. Y no les cuento el sufrimiento que padecí cada vez que tenía que echar una meadita. Que incómodo resulta eso de ser cura.

- Acompáñame a maquillaje, allí acabarán de arreglarte- me sugirió la asistenta.

En la caravana de Make-Up & Hair no sólo me encasquetaron una pequeña boina colorada sobre mi calvorota. Me cortaron un poco el cabello y, acto seguido, me tiñeron los pocos pelos que me quedan de color blanco. En cinco minutos había envejecido una eternidad. Aunque, bien mirado, vestido de manera tan solemne, ante al espejo, me encontré más interesante de lo normal. Sólo una cosa me preocupaba. Eran esos extraños y sobresalientes cabellos laterales, que habían quedado demasiado levantados y en forma un tanto triangular. Se lo indiqué a mi maquilladora y peluquera alemana a través de mi macarrónico inglés:

- I Am Crusty the Clown, of The Simpsons.

Me sorprendí, pues, a pesar de mi chapucero acento, pilló la broma al instante.

Entre el tiempo que pasé vistiéndome y los posteriores retoques de maquillaje, eran ya más de las diez de la mañana. Me sentaron entre dos dobles más y nos indicaron que esperásemos a que terminaran de rodar una escena que, en esos momentos, transcurría en el set de la Plaza Mayor. Una escena que, a base de repetirla una y otra vez, duró hasta casi la una del mediodía. Mientras, y a cuenta de la casa, me zampé un bocadillo de atún y me tragué un café con leche y un par de Coca-Colas.

La espera era larga. Pero antes de subirme al trono obispal, aún tendría que comer entre las estrellas. De todos modos, en compañía de mis dos colegas vestidos de honrados y adinerados ciudadanos de esa época, decidimos matar el tiempo. Para ello, desde una ventana un tanto sucia, observamos el rodaje que tenía lugar en ese momento. Ciertamente, los tres quedamos estupefactos ante lo que estábamos viendo. Aún y así, para calmar mis nervios, recordé las perversiones de Hitchcock cuando ejercía de mirón compulsivo.

El Twilight Zone acababa de empezar y ya no había manera humana de volver atrás. Pensé en mi medicación, en mi doctor y en sus sabios (y ahora dudosos) consejos.

Mañana... to be continued...

enlace con la 3ª parte / enlace con la 1ª parte

(algunas de las fotos que ilustran este post han sido robadas de ¿Está Grabando?)