31.3.05

Guardianes de la Tierra

Con un retraso considerable se ha estrenado en España Team America: La Policía del Mundo, el nuevo largometraje de los creadores de la estimable South Park. En esta ocasión, han dejado a un lado la animación habitual de sus productos para entrar de lleno en el mundo de las marionetas. Y, además, han optado por los muñecos más cutres pero, al mismo tiempo, entrañables, pues su innegable referente se encuentra en una añeja serie infantil, de culto entre los más frikis, Thunderbirds, conocida entre nosotros bajo el título de Guardianes del Espacio.

Como los Thunderbirds, también son un grupo especializado, pero de coordenadas totalmente distintas a las de nuestros héroes infantiles. Si esos se dedicaban a misiones fantásticas e interplanetarias, a bordo de sus sofisticadas naves espaciales, estos, Team America, conforman un grupo especial, de elite, adiestrado por el gobierno norteamericano para erradicar el terrorismo mundial, sin reservas de ningún tipo.

La película sirve a sus responsables más directos para verter todo tipo de incorrecciones, tal y como hacen desde su millonaria serie televisiva de animación. No se frenan ante nada, y tanto disparan a un lado como al otro. No tienen escrúpulos de ningún tipo y eso, en el fondo, es totalmente loable. Allí no queda títere con cabeza (nunca mejor dicho): politicastros, el mundo del cine, la sociedad civil de a pie e, incluso, el colectivo gay (a través de un gamberrísimo número musical en el que el SIDA cobra especial relevancia), reciben, cada uno de ellos, su correspondiente bofetada, sin olvidarse tampoco de derribar ciertos emblemas físicos de muchos piases, como por ejemplo la idolatrada Torre Eiffel o algunas de las pirámides más turísticas de Egipto. Y es que la cizaña envenenada que esgrime Team America no tiene límites.

Pero, sin embargo, en donde mejor resulta, dejando a un lado los chistes sobre instituciones y personajes populares (como los del sindicato izquierdoso de actores hollywoodienses o el hiriente ensañamiento sobre la sosez de Matt Damon), es cuando empieza a jugar con sus propias marionetas, explotando sus defectos al máximo. Hace que sus protagonistas, conscientes de estar manipulados a través de unos hilos (a propósito muy visibles durante el metraje), empiecen a mostrar sus tremendas dificultades de movimiento, convirtiéndolos en risibles y ridículos peleles tan torpes como bobos, o bien sometiéndolos a los mismos problemas físicos que cualquier humano, exagerando ciertas situaciones; así, por ejemplo, asistimos a la vomitada más grande e interminable de la historia del cine (la competencia más directa a la regurgitación de El Sentido de la Vida) y a una escena de sexo duro, en la cual, dos de esos monigotes, una hembra y un macho, se entregan a todo tipo de placeres carnales a través de un número indeterminado de alucinantes posiciones. Un delirio divertidísimo.

Su realizador, Tray Parker, no se decanta por ningún color político en concreto. Se muestra por encima de todos y de todo. Él sólo dispara a matar, ponga quien se ponga en su campo de tiro. Disfruta con ello, pues la cuestión es convertirse en el más travieso de la clase, aunque para ello tenga que cortarle la cola al gato del vecino. Y es tanta esa obsesión por ser el más políticamente incorrecto que acaba olvidando que una película necesita del sustento de un guión para llegar a buen término. Eso sí, a falta de éste, consigue un cúmulo de gags destroyers absolutamente desproporcionado. Y ese cúmulo de chistes (a veces repetitivos y poco sorpresivos) acaba dañando una propuesta en principio interesante.

Personalmente, achacaría esos errores anteriormente expuestos a su precipitada realización, pues la película se filmó en un tiempo mínimo, como crítica a la política exterior del gobierno norteamericano a raíz de los atentados del 11-S y, principalmente, para ser utilizada como un arma clave desestabilizadora en las pasadas elecciones estatales y, por esa misma prisa, en su parte final, se convierte en uno de tantos clichés más de las películas de aventuras actuales, con malvado a lo James Bond incluido.

En definitiva, se trata de una película curiosa para un público muy determinado. En concreto, aparte de los más inciviles y gansos del lugar, puede hacer las delicias de todos aquellos que, en su juventud, disfrutaron con los Guardianes del Espacio (yo incluso tuve algunas de las naves en casa) y a los que no les importe, en absoluto, asistir a una violenta destrucción de aquellos viejos mitos, ahora un tanto carrinclones y ridículos.

Sirva, sin embargo, como un homenaje mucho más válido a los Thunderbirds que no el de ese largometraje, con insulsos personajes de carne y hueso, estrenado el pasado verano. Al menos, los responsables de Team America demuestran haber sido verdaderos fans de esa serie, respetando su estética en todos los sentidos. Y es que a unos episodios que se presentaban, semana a semana, anunciando estar filmados gracias al sistema Supermarionation (tal y como figuraba en sus títulos de crédito), bien merece un mínimo respeto. Aunque sea bajo el punto de vista más sarcástico y desmitificador.

30.3.05

El chivo expiatorio

Mike Leigh alcanzó cierta reputación gracias a Secretos y Mentiras, un film de 1996 en el que muchos creyeron encontrar la panacea del cine británico actual y que, personalmente, me aburrió como a un mochuelo. La película se centraba en el seno de una familia inglesa de clase media sobre la que pesaba un pasado bastante oscuro. Ahora, ocho años después, con El Secreto de Vera Drake, vuelve a meterse de lleno en el universo íntimo de otra familia aunque, en esta ocasión, de connotaciones totalmente distintas a la del producto que le llevó a la fama.

Igualmente ambientada en Londres, pero a principios de los años 50, se centra en un humilde hogar, de clase baja y con dos hijos ya creciditos. El padre mantiene un taller de coches en compañía de su hermano y Vera, la madre y sufrida esposa, ayuda en el sustento familiar fregando domicilios y cuidando ancianos desvalidos. Cuando todo parece ir sobre ruedas, explota la tragedia en ese hogar, pues la madre es detenida y acusada de practicar abortos de manera ilegal.

El Secreto de Vera Drake es un film sórdido. Muy gris. Triste. Retrata con mano firme el modo de vida de una sociedad castigada por la guerra, falsamente puritana, en donde los ahorros y el sacrificio personal para salir adelante lo eran absolutamente todo. No existía el cansancio para sus protagonistas. Y para contárnoslo, Leigh opta por mostrarse condescendiente con sus personajes. Es por ello que define perfectamente sus caracteres, tolera sus pequeños defectos y recalca que la protagonista, ante todo, es una buena mujer que se desvive por los demás; con su cámara los mima en los momentos más duros pero, a pesar de todo, en un momento determinado, los lanza al vacío, sin paracaídas. La mejor manera de plasmar en pantalla una injusticia social. Los desamparados no cuentan para nada en nuestro mundo, siempren serán los perdedores; los poderes fácticos, respaldados por leyes arcaicas no renovadas, tienen la última palabra sobre los actos de Vera. La bondad y el altruismo, como en este caso, no son pruebas exculpatorias.

Sin ser discursiva en absoluto, la cinta nos habla de la falsa moral de una sociedad que cerraba los ojos ante los abortos que se practicaban en clínicas de lujo para gente pudiente; una sociedad ruin que, por otra parte, tampoco está tan alejada de la de hoy en día. Y con este ejemplo nos enseña el otro lado de la moneda; clandestinos como Vera pero bien peinados y perfumados, por lo tanto, respetados. Estos se esconden tras su carrera y su digna bata blanca, fingiendo buscar falsas excusas médicas para acallar conciencias cuando, en realidad, sólo les interesa las ingentes cantidades de dinero que cobran por ello. En cambio, Vera sirve a los de su especie sin cobrarles un céntimo, con la única intención de aliviar la desdicha de quienes no pueden ampararse en el perdón del dinero.

La cinta no amaga sorpresas. Todo va ocurriendo tal y como el espectador prevé. Muestra a la perfección las reacciones de la gente más próxima a Vera al estallar la noticia, aunque aquí, sin embargo, Leigh muestra su lado más humano y comprometido, pues no puede evitar la tentación de ridiculizar un tanto a los más reaccionarios. Salta del costumbrismo al cine judicial fácilmente, sin estridencias, apoyándose todo el rato en su mejor baza, la de la genial interpretación de Imelda Staunton, una mujer que con su inocente mirada expresa mucho más con que con mil palabras innecesarias.

29.3.05

Ustedes lo han querido: ¡QUÉ BELLO ES VIVIR!

¿Qué se puede decir ante una obra maestra, total y absoluta, como ¡Qué bello es vivir!? Es la indiscutible obra cumbre de Frank Capra. Maravillosa. Divertida. Emotiva. Sublime. Un loable canto a la vida que muchos, de manera errónea, han tildado de blanda, incluso de moralizante. No hay nada más falso que esas acusaciones. Imitada en centenares de ocasiones, ninguno de sus émulos ha conseguido hasta el momento los niveles de perfección que alcanzó Capra en esta obra. Algunos tan sólo se han acercado mínimamente, pero siempre les acaba patinando algún que otro detalle, resultándoles todo demasiado forzado y en absoluto creíble. Y es que el maestro Capra, con su magia especial, logra hacernos abandonar la butaca e introducirnos dentro de la pantalla y, gracias a un guión envidiable, nos obliga a creer en lo más impredecible. Y nos lo tragamos todo, sin esfuerzo, sin sentirnos manipulados. Y es que, ante ¡Qué bello es vivir!, resulta prácticamente imposible que uno pueda dejar de divertirse y emocionarse contemplándola. Yo, al menos, ya la he visto cinco veces, y les puedo asegurar que, en cada uno de esos pases, me he dejado llevar por los sentimientos, humedeciendo ambas mejillas al unísono. Y eso, aunque algunos no quieran creerlo, tiene su mérito.

El sueño fantástico que vive el personaje de James Stewart, el eterno George Bailey, un hombre bueno (¡buenísimo!) al borde del suicidio, es de esas cosas que quedarán para siempre grabadas en la memoria. Un film que, por derecho propio, se ha convertido en un icono indestructible, casi necesario para seguir subsistiendo. ¿Qué haríamos sin él?. Es de esas películas que todas las Navidades la acaban emitiendo varios canales televisivos, casi el mismo día y a la misma hora Por ella no pasan los años, conservándose tan fresca como en el día de su estreno. ¿Qué haremos la Navidad en que no podamos volver a sufrir con las tribulaciones de George Bailey? No me lo puedo ni imaginar.

Antes de ¡Qué bello es vivir! la gente se relamía leyendo los Cuentos de Navidad, esas grises Navidades ideadas por Dickens, con el avaro Scrooge como el ser pérfido de la historia, ese hombre fúnebre que era capaz de negar la celebración de una fecha tan familiar a su explotado empleado. Capra buscó un referente en ese clásico y cambió a Scrooge por Mr. Potter, otro villano desalmado, un inválido millonario y sin escrúpulos, propietario de un banco e interpretado maravillosamente por el gran Lionel Barrymore; una rata de cloaca, fumadora de grandes habanos, que pretende dejar en la miseria a toda la pequeña y apacible localidad de Bedford Falls, pues su intención no es otra que convertirse en el dueño y señor del lugar, edificando un nuevo, lujoso y vicioso Bedford Falls bajo el nombre de Pottersville. Y para eso es indispensable derrocar a una pequeña cooperativa, regentada por un hombre noble y especializado en gestionar préstamos e hipotecas a los más necesitados. Y ese hombre altruista y afable no podía ser otro que el contenido James Stewart, nuestro Mr. Bailey, aquel que ha ido sacrificando toda su vida en pos de sus semejantes. Salvó a sus vecinos de hundirse en el fango cuando la Gran Depresión, aunque fuera a costa de sacrificar su propia luna de miel, y que, durante la víspera de Navidad, en plena Nochebuena, estará a punto de quitarse la vida por culpa de un descuido de su infeliz tío (un insuperable Thomas Mitchell) y de una mala jugada del maquiavélico abuelo de Drew.

Y, señores, es aquí, cuando entra en escena el ángel cinematográfico por excelencia. Con él empiecen a reírse de esos pedantillos ángeles ideados por Wim Wenders para El Cielo Sobre Berlín. El ángel de la guarda de George Bailey es el entrañable Clarence Oddbody, bajito, bonachón y sin alas, tras el que se esconde Henry Travers, uno de esos secundarios insustituibles sin los cuales Hollywood no habría sido nunca lo que fue. Un ángel con pinta de despistado que, por conseguir unas alas, es capaz de hacer llorar a todos los espectadores al unísono y sin trampas vulgares, pues la oportunidad única e irrepetible que le otorga a James Stewart antes de lanzarse al vacío, nos removerá en lo más hondo.

Entonces es cuando Capra aprovecha al máximo su estructuradísimo guión; un guión que, por otra parte y con sólo cuatro mínimos trazos, ha ido describiendo a la perfección a todos los personajes del film a lo largo de su metraje. Y es allí, durante la oportunidad que le brinda a nuestro desesperado suicida, cuando brilla al máximo ese trabajo descriptivo anterior, dándole la vuelta a todos y cada uno de sus protagonistas con la única intención de hacer reaccionar al acabado Bailey y, de paso, hurgar en nuestros sentimientos más recónditos. Un curioso acercamiento al cine fantástico desde una original perspectiva posteriormente imitada hasta la saciedad.

Pero no hay que olvidar que ¡Qué bello es vivir! fue la primera. Todos le debemos mucho. Y sigue siendo única, insuperable. Me gustaría ver a todos aquellos que la destrozan sin piedad, dirigiendo una película con esa misma fuerza. Y que con ella obtengan una obra tan redonda, en nada pretenciosa e inmortal, como la de Capra. Imposible. Para empezar ya no están ni Stewart ni guionistas como Frances Goodrich y Albert Hackett.

¡Feliz Navidad!

28.3.05

Confusión...


¿Payaso Luqui?


¿Joaquín Krusty?

El mundo submarino

Wes Anderson regresa a la dirección con Life Aquatic, un film de pretensiones similares a las de su film anterior, Los Tenenbaums. Es decir, un extraño y atípico producto difícil de definir. Bien puede tratarse de una comedia con un ápice de melodrama o de un melodrama con un ápice de comedia. Según el color del cristal con que se mire. Lo que sí está claro es que ha vuelto a través de su estilo más personal, jugando con un humor ciertamente sutil (y sorprendente) y apoyándose en un episodio muy concreto de la vida de uno de los oceanógrafos más famosos de la historia, el comandante francés Jacques-Yves Cousteau.

No se asusten, pues en esta ocasión no se trata de un biopic al uso, ni mucho menos. Se trata de una irreverente recreación del universo del desaparecido hombre de mar en la que se reflejan, de manera muy libre, sus grandes ansias de popularidad, una cierta dejadez en sus investigaciones científicas y una total nulidad en lo que se suponía una excelente sapiencia en lo relativo a todas las especies que conforman la fauna marina. En una palabra: un farsante. Un farsante total y absoluto que, además, ejercía de tirano con los integrantes de su equipo, rezumando un odio especialmente visceral hacia los becarios con los que contaba para todos sus proyectos.

En Life Aquatic ese supuesto Cousteau atiende por Steve Zissou y tiene el rostro y las maneras de un excelente Bill Murray, capaz de darle a ese personaje un aire entre carismático y vanidoso totalmente creíble. Son los años de decadencia del imperio creado por Zissou. Sus documentales ya no tienen garra y, aprovechando un incidente durante la filmación de uno de ellos, decidirá hacer un nuevo reportaje que le devuelva la popularidad perdida. Nadie está dispuesto a producirle su nuevo trabajo, pues ya no creen en él. Su obsesión por poder filmar y enseñar al mundo una nueva especie de tiburón, cercana a la del capitán Ahab por dar caza a Moby Dick, le llevará a partir en la búsqueda del mismo, en compañía de su surrealista tripulación y a bordo del Calypso, su apreciado barco, rebautizado para la película como El Belafonte. Al mismo tiempo, y a pesar de ser un hombre estéril, reconocerá a un joven de Kentucky como hijo suyo, invitándole a salir con ellos en el descubrimiento del tiburón jaguar.

La película de Wes Anderson no tiene una historia lineal. Las aventuras y desventuras del grupo de marinos y científicos, así como sus inevitables rivalidades personales, quedan en un segundo término. Son la excusa ideal para que el realizador pueda mostrarnos una fauna de personajes extravagantes y al límite en sus fobias personales, cebándose con gracia (y un pelín de mala leche) en el mito Zissou. Vaya, de hecho es como si el mundo del verdadero Cousteau hubiera pasado, íntegramente, por el tamiz de la familia Tenenbaum. Y, para ello, el director se muestra frío con sus personajes. No hay ni un ápice de emotividad, ni siquiera en los episodios más negros de la película, tal y como hubiera actuado el arrogante Cousteau/Zissou.

Distanciando al espectador de la posible veracidad de lo narrado (quizás para resultar un poco menos intransigente con el derrumbe del oceanógrafo desaparecido), opta por mostrar a todos los animales marinos de una manera un tanto irreal, contando para ello con una efectiva (aunque cutrona) animación digital. De paso, y también con la intención de romper la gelidez del relato, Anderson entra a saco en el terreno de la comedia más astracanada y alocada, al osquestar un divertido asalto a una isla pirata -por parte de la variopinta tripulación del Belafonte- para liberar a un compañero secuestrado: un funcionario incluido, a regañadientes, en la expedición con la finalidad de controlar posibles desmanes en el presupuesto otorgado. Y es allí en donde, entre ráfagas de metralleta y correrías varias, consigue los momentos más delirantes de la película. Atrás queda toda la sutilidad del retrato impertinente (pero sabroso) de Cousteau, pues la imagen de un numeroso grupo de tipos, en nada apolíneos, embutidos en sus ceñidos trajes de buceo, con la eterna gorra roja calada y moviéndose torpemente entre matojos, es algo difícil de olvidar.

Lástima de la presencia del irritante Owen Wilson, encarnando aquí al supuesto hijo del mítico lobo de mar. Sin él, seguramente, Life Aquatic sería un film tan estimable (o más) que Los Tenenbaums. De todas maneras, la originalidad y la polémica están servidas.

Y por si a alguien le quedasen dudas respecto a que ese peculiar Zissou tuviera algo que ver con el famoso científico, tan sólo acabar la película, un gigantesco (y cínico) rótulo anuncia que está dedicada la memoria del comandante Jacques-Yves Cousteau.

27.3.05

The Life Terrestrial

Hoy, al ventrílocuo, le ha fallado la voz durante el urbi et orbi.

Un fantasma más

Unos resucitan y otros se van. A los 64 años, Fernando Jiménez del Oso, el parapsicólogo más nuestro, un vidente en toda línea, ha pillado el Expreso de Medianoche. Los fantasmas, poltergeists y los extraterrestres eran su especialidad. Tan pirado estaba por los espectros que a principios del 2000 aseguró que, durante una larga temporada, estuvo viviendo con uno de ellos en un piso de Madrid. Tela fina.

En la memoria quedan unos cuantos programas televisivos de esos que no se olvidan fácilmente. Caspa pura y dura: Mas Allá, La Puerta del Misterio y La España Mágica.

Nunca podremos saber si consiguió iniciar amistad alguna con habitantes del planeta Ummo.

Domingo de Resurrección

26.3.05

Libere tensiones

Hoy Internet está vacía, igual que las grandes ciudades. A los cuatro blogueros que quedamos, les propongo un juego para descargar un poco de adrenalina. Un juego al que le debo la idea, en parte, a uno de ustedes por los comentarios de ayer.

Aquí abajo la tienen. Ella. La Sandra Bulldog. Insufrible. Esa mujer que nos ha hecho pasar patéticas sesiones de cine. Aprovechen la ocasión y díganle todo aquello que llevan dentro. Disparen sus dardos envenenados contra ella. Ensáñense como nunca. Y no se corten en sus vituperios.

Es magnífico. Lo he probado y libera tensiones.

25.3.05

Viernes Santo

Este carismático caballero, culto, de buenos modales y crucificado tal y como mandan los cánones por estas fechas, en un día como el de hoy va a pasarlo fatal. ¿Qué va a comer la pobre criaturita con el repelús que le da el pescado? Si sigue con su menú habitual, se ganará el infierno en menos que canta un gallo.

Oremos todos por su redención eterna, pues buena gente como él no se encuentra cada día.

24.3.05

Normalidad aparente

Las Horas del Día es una película modélica. Así, de entrada. Concisa, sin necesidad de alargar el metraje hasta el infinito, no como otros productos más pretenciosos. Cuenta lo justo, sin más. No necesita florituras. Va al grano en todo momento y lo deja todo muy claro. Innegablemente deudora de Henry: Retrato de un Asesino, es capaz incluso de huir del estilo de ésta para narrarnos una historia similar, aunque con connotaciones más nuestras, más plausibles.

Es por ello que el asesino que muestra Las Horas del Día es un hombre muy próximo a nosotros, con nuestros mismos tics y manías, vecino del Prat de Llobregat. Un hombre aparentemente normal, un tanto pasota en ciertos aspectos y propietario de una pequeña tienda de ropa. Posee un peculiar sentido del humor y se entiende más o menos bien con sus amigos, con su novia e, incluso, con su madre. Cuando algo se le descuadra un poco y se le cruzan los cables, lo arregla a través del asesinato. Elige a sus víctimas al azar, fuera de su ambiente diario, no importa el sexo ni su condición social. Sólo necesita que en el momento adecuado aparezcan en su camino. Es su terapia; en lugar de acudir al psicoanalista o de desahogar sus neuras en el blog de Spaulding, ha optado por convertirse en verdugo. Tras cada muerte, como quien no quiere la cosa, vuelve a su estado normal, a su relación habitual con los demás. Y eso, resulta espeluznate.

Su director, Jaime Rosales, ha sabido plasmar perfectamente en imágenes la normalidad que envuelve a un terrible asesino. Un ser de carne y hueso, igual que ustedes o yo, sin ninguna etiqueta visible y con un físico bien común. No tiene nada que ver que con los homicidas típicos y tópicos del cine de toda la vida. Y, como Hitchcock en Cortina Rasgada o los Coen en Sangre Fácil, nos demuestra que quitar la vida a otra persona no es tan sencillo como parece. Se necesita su tiempo y una buena dosis de sangre fría. Él lo hace con elegancia, como un acto más de su vida social. Y Rosales lo plasma sin recrearse en la violencia para nada. Escalofriante.

Todo en la película es muy cotidiano: sus personajes, sus escenarios, su puesta en escena y sus diálogos. Sobretodo eso, sus diálogos. Amenos, coñones, como aquellos que desgranaba otro film modélico, Smoking Room; casi improvisados, con absoluto desparpajo, por un plantel de actores sorprendentes, la mayoría de ellos reciclados de los culebrones de la televisión autonómica catalana. No hay policías investigando, ni persecuciones apabullantes, ni el más mínimo atisbo de cine de intriga. Es tan sólo eso: el retrato de un asesino. Ni un solo efecto especial, ni virguerías innecesarias con la cámara. Tal cual, como en la vida misma: no busquen metodologías criminales ni historias de esas. Es más fría, más visceral. Aquí te pillo, aquí te mato. Ahora una charla con el quiosquero del barrio, luego una cena íntima con la pareja. Lo habitual, lo de cada día.

Desde que vi Las Horas del Día recelo hasta del panadero del barrio, pues esa cotidianidad que refleja esconde el verdadero significado de la palabra terror.

Sencillamente ejemplar.

23.3.05

El puto penalti de los cojones

Me parece que en este país hemos perdido el gusto por las buenas comedias. Al menos, echo de menos a gente como Berlanga o Azcona, capaces de dominar como nadie el cine coral, de crear situaciones cómicas e inteligentes para envolver elegantemente historias interesantes y con sentido, de aquellas que, aparte de hacer reír, conseguían comunicar algo al espectador, al tiempo que planteaban problemas sociales y políticos tal y como hacía el cine más serio y comprometido.

Hace tiempo que no encuentro, en nuestro cine, una comedia de ese estilo. Inteligente, compacta, divertida. A todo le llaman comedia. Y todos, desde el más palurdo, saben hacerlas. Todos se atreven con ese género. Y muy pocos logran buenos resultados Igual que en todos los restaurantes, hasta los mas cutrones, hoy en día, saben hacer una paella. Incluso han institucionalizado los jueves como el día de la paella. Y muy pocos las hacen apetecibles. Y El Penalti Más Largo del Mundo es un claro ejemplo de ello. Volviendo al arroz y buscando un símil gastronómico, es como intentar cocinar una paella de marisco, sin el marisco. O lo que es peor, contando con el marisco pero en estado de putrefacción. Y, aparte de tener un gusto asqueroso, les sale el arroz pasado. Y ese Penalti cinematográfico es como una paella pasada y podrida, de esas que le llevan a uno, tras ingerirla, directamente a la UCI. Por todo ello, para curarme en salud, decidí salir del cine a la hora y cuarto de proyección: el estómago y el cerebro, alarmados y al unísono, me estaban diciendo, a voz en grito, ¡basta!

Sin embargo, la base del plato parecía prometer. Un equipo de barrio juega su último partido de liga, en casa y contra un visitante potente. Falta un minuto escaso de partido y el árbitro pita un penalti en contra de los ganadores, el equipo local, cuya victoria les supondría el pase a una categoría superior. Un gol del equipo contrario les hundiría en la miseria. Su portero, un tipo atlético de buenos resultados en la portería, es expulsado del campo. Todo se lo juegan a una sola carta. Y esa carta se llama Fernando, el cancerbero suplente, un tipo inútil y porrero de profesión que en su vida ha parado un puto gol. El público se encabrona, pues temen perder la ascensión. Se amotinan y saltan al terreno de juego, para cebarse con el tío del pito. Éste, acojonado, se esconde en su barracón y suspende el partido durante una semana. Un partido que durará el tiempo necesario para tirar ese penalti. Y durante esa semana, todo el barrio querrá ayudar al idiota de Fernando.

Y es que Roberto Santiago, el director del evento, el cocinero mayor del Reino, con esa base, se dispuso a hacer la gran paella. Tenía sólo eso, la base. En apariencia, una base divertida, de esas con las que el citado Berlanga o el mismísimo Forqué habrían hecho maravillas. Pero el sofrito ya le salió pésimo, de mal gusto, sin sabor, pues ese guión, urdido por el mismo y sin contar con pinche alguno, estaba escrito sin ponerle un mínimo de sal. Lo de la comida sosa para evitar subidas de presión tiene un pase, pero una comedia sin ningún tipo de efecto provocador resulta de una insulsez ofensiva. Y si los pocos guisantes que reparte entre el arroz son de mala calidad, ocurre que la comedia no tiene chispa ni nada, que es lo que pasa con los cuatro chistes baratos y horteras que vierte en ella, de esos que sólo hacen gracia a los escolares más básicos cuando uno de ellos cuenta la película a los demás durante el recreo.

Y no sólo ha querido hacer una comedia de marisco (podrido) al uso, no, que va. Que el Santiago éste ha ido más allá y nos la cocina de bogavante. Pero de bogavante en mal estado. Pues el bicho estrella de la comedia, y que en realidad es la verdadera y única excusa de la misma, es un chico muy cotizado actualmente debido a Antena 3 y a ese Aquí No Hay Quien Viva. Se trata de Fernando Tejero, un comicastro cuellicorto, con un par de cortas intervenciónes en Los Lunes al Sol (el sin criterio) y en otro film de símil futbolístico, Días de Fútbol, que se ha convertido, de la noche a la mañana (y por la gracia de no se sabe quien), en el actor de moda en este (extraño) país nuestro. Lo de llamarle actor a ese galopín ya tiene su delito, ya. Pero eso es lo que dictan los cánones. Y con él, interpretando al portero fumeta que ha de parar el penalti al precio que sea, llegó la crispación más gigantesca de quién esto escribe. Todo El Penalti de marras está enfocado al lucimiento del payaso Tejero, un émulo español de las tonterías más insufribles de Cantiflas, un tipejo capaz de hacer salir de mi interior el odio más profundo y terrorífico. Para asustarse de uno mismo, que es justo lo que me ocurrió.

Sentado allí, en el cine, deglutiendo esa paella infecta y soportando frase tras frase tejeriana y docenas de situaciones dignas de la peor época de El Circo de TVE, intenté asimilar estoicamente esa sandez sin límites. Difícil meta. A los 10 minutos de proyección ya quería huir raudo del cine. Y esperé, heroico en mi butaca, a ver si mejoraba la cosa. Al contrario, todo iba de mal en peor. El patetismo total. Y cada vez con más publicidad de la cerveza Mahou, para que nuestro prota bebiera litros y litros de ella y así sentirse más salado y airoso en su papel. El anuncio publicitario más extenso de los anales cinematográficos. En cada escena una Mahou, o dos, o tres. A decenas. Y el Tejero largando y largando, diciendo y haciendo gilipolladas. ¡Vaya patán! Y cuatro espectadores (muy) benévolos riendo. Y una hora de proyección, allí, sentado, mirando el reloj cada minuto, pensando en escaparme. El Spot Más Largo de la Historia. Mahou por un tubo, en jarra, en vasos, en botellines, en latas, en carteles publicitarios... 75 minutos de película y una escena antológica, en un restaurante de tapas aceitosas, bebiendo la cerveza esa (¿Mahou se llama?) y varios personajes de los que secundan a Tejero (porque todos los que salen en esta paella pasada secundan al bufón de Antena 3) entran y salen del local como si estuvieran en una comedia de las de tresillo y canapé. Y más cerveza. Y más Tejero, charlando por los codos y machacándo mis pocas neuronas. 76 minutos de película. ¡Tiempo y se acabó! A la puta calle. Por fin libre. Aire fresco.

Me importa un bledo si le marcan o no el penalti. Sólo imploro para que el gracioso éste no haga más películas y que no subvencionen más engendros como El Penalti. Total, con la huida sólo me ahorré media hora de sufrimiento. Pura precaución. Cuestión de salud mental. Yo, en mi casa, disfruto con las paellas de marisco. Y si el marisco no es bueno, mejor un arroz a la cubana.

Por cierto. Me gusta más la Estrella Dorada.

22.3.05

El amigo invisible

David Callaway es un psicólogo de prestigio. Está pasando por un mal momento. Su mujer acaba de suicidarse. Su hija pequeña, Emily, ha sufrido un fuerte shock al contemplar el cadáver desnudo de su madre dentro de una bañera ensangrentada. Para paliar ese trauma, decidirá abandonar su residencia de Nueva York e instalarse, los dos juntos, en una casa en las afueras de la ciudad, en medio de un tranquilo y apacible bosque. Pronto Emily empezará a jugar con Charlie, un amigo invisible.

Éste es el punto de partida de El Escondite, un nuevo thriller terrorífico que recupera a Robert De Niro de toda una sarta de comedias insalvables para colocarlo en un género en el que, indudablemente, se desenvuelve mejor. Y, al menos, durante la primera parte de la película, el hombre se muestra moderado. Arrugado (pues los años no pasan el balde), pero controlado dentro de lo que cabe. De todos modos, aprovecha los descabellados minutos finales del film para mostrarnos todo su catálogo de muecas y aspavientos más recurridos en sus últimas interpretaciones.

Pero lo de esa parte final pasada de rosca no sólo es culpa de De Niro. En realidad allí se esconde el gran error del guión de El Escondite, una película que resulta interesante y bien narrada, tensa y con sus efectivos trucos para asustar al personal, bien colocados a lo largo y ancho de su narración y que, en el fragmento final, al intentar aclarar que se esconde tras la figura del misterioso e invisible Charlie, da la impresión de que los responsables de esa historia hayan decidido echar la casa por la ventana. Y nunca mejor dicho lo de la "ventana", pues en uno de los ventanales de esa casa de campo se esconde uno de los engaños más flagrantes de todo el producto. De esos que están metidos con calzador y con la única y alevosa intención de despistar (falsamente) al espectador. Como aquel primerísimo plano de la lápida al inicio de El Bosque, la de Shyamalan, para entendernos.

Y es una pena, pues hasta ese momento, justo antes de llegar a su resolución final, a esos veinte minutos desorbitados, el film se muestra sobrio. Efectista, sí, pero dentro de unos límites. Su realizador, un tal John Polson (un actor secundario metido a director), demuestra dominar el arte del suspense, consiguiendo escenas ciertamente inquietantes y jugando, para ello, con la reiterativa visión de una bañera llena de sangre.

Una mención aparte merece la pequeña Dakota Fanning, la niña secuestrada de El Fuego de la Venganza, que aquí, en El Escondite, se convierte en la mejor baza con la que juega Polson. La presencia de esa niña es ciertamente estremecedora: de pocas palabras, solitaria, reservada, seria y misteriosa. Y con un aspecto físico tan angustioso que nos remite, de manera inexorable, a aquellas criaturitas mortecinas dibujadas por Edward Gorey, de lánguida mirada y tez pálida. Escalofriante. Y una gran y prometedora actriz, a pesar de su corta edad.

Y pululando por allí, dándole cierto empaque al fallido producto, tres grandes mujeres del cine actual, de esas que se prodigan poco pero que siempre da gusto verlas: Amy Irving, Famke Janssen y Elisabeth Shue.

Sigo opinando que es una lástima que esa forzada parte final destroce el buen ritmo y el excelente pulso narrativo mostrado durante buena parte del film. A pesar de los pesares, al menos no aburre. Y eso, viendo el panorama, ya es mucho.

21.3.05

¿Censura en nuestros carteles?

El pasado viernes se estrenó en España Saw, un thriller rocambolesco e interesante que da una nueva vuelta de tuerca al tema de los asesinos en serie. Pude disfrutar de ella en el pasado Festival de Sitges. Allí pudimos apreciar su cartel original, bastante más crudo que el que ha servido para la promoción de la misma película en nuestro país. Juzguen ustedes mismos.


cartel español


cartel USA

Ustedes lo han querido: EL IMPERIO DEL SOL

Recuerdo haber visto El Imperio del Sol en su estreno y salir maravillado del cine. Hasta ayer mismo mantenía la sensación de que se trataba de uno de los mejores trabajos de Steven Spielberg. Tanto es así que, después de que uno de ustedes la solicitara para colgar en esta sección, empecé a revisarla con la esperanza de disfrutar como en la primera ocasión. Pero no fue así, pues sus más de dos horas de metraje se me hicieron difíciles, ciertamente pesarosas. Me defraudó, vaya. No es de esas películas que aguanten bien un segundo visionado. Que conste que con ello no quiero decir que sea un mal producto, ya que se trata de un film digno, pero en exceso irregular y con demasiados altibajos en su proyección, lo cual me reafirma más en esa teoría que asegura que el paso del tiempo ayuda a valorar las películas en su justa medida. Y ésta, con los años, ha quedado muy por debajo de mi primera impresión.

Para los que nunca la hayan visto apuntaré que narra la odisea de un numeroso grupo de ingleses y norteamericanos que, viviendo en el Shanghai de los años 40, se vieron obligados a dejar la ciudad cuando ésta, el 8 de diciembre de 1941, fue literalmente tomada por el ejército japonés, siendo recluidos sus supervivientes y aquellos que no pudieron dejar el país, en varios campos de internamiento. Además, todo ello está contado desde el punto de vista de un niño de 13 años, Jim Graham, un chaval apasionado por el mundo de los aviones y que se vio separado de sus padres durante el alboroto inicial que supuso ese conflicto bélico.

Un jovencísimo Christian Bale fue el encargado de dar vida a Jim Graham. Y en este chiquillo, precisamente, se encuentra uno de los grandes defectos de la película, pues el actor, a través de una interpretación exagerada y chillona, acaba haciendo insoportable al personaje. Y no sólo esa interpretación daña a la figura del pequeño Jim, sino que también tiene parte de culpa el desmesurado dibujo que de éste hace el guión del prestigioso Tom Stoppard, basado a su vez, en la novela autobiográfica del propio James Graham (J. B. Ballard).

No negaré que la cinta tiene un gran punto a su favor y es que, técnicamente, resulta impecable, de una elegancia formal fuera de serie. La acción siempre es seguida gracias a una cámara en continuo movimiento, sin marear, exenta de tembleques innecesarios y apoyándose en sinuosos travellings o en imperceptibles desplazamientos de grúa. Una cámara que, por sí sola, se convierte en la principal protagonista invisible de El Imperio del Sol, en la innegable cronista de estilo de todo cuanto acontece en pantalla. Así, elevándose por encima del pequeño Jim y superando un montículo, nos descubre a un numeroso grupo de militares japoneses los cuales, horas antes de estallar la batalla, aguardan acechantes y en silencio las órdenes para iniciar la conquista de Shanghai o bien, a través de un elegante y ya clásico travelling lateral, haciendo el seguimiento del joven protagonista cuando, en una carrera en solitario y alborozado, contempla el bombardeo, por parte de la aviación norteamericana, del aeródromo contiguo al campo de concentración en el que se encuentra cautivo. Una espléndida manera de filmar de la que, por otra parte, ya había hecho gala en su anterior trabajo, El Color Púrpura.

Y es una lástima que, por culpa de un flojo y reiterativo guión, se desaproveche toda esa envidiable técnica de filmación. Y no sólo de esa filmación, ya que Spielberg demuestra, al mismo tiempo, un dominio absoluto de la imagen. La composición de todas las escenas que integran el ataque japonés a Shanghai, con las calles atestadas de gente alarmada, corriendo y atropellándose entre ellos, sin orden ni concierto, mientras los militares disparan sobre esa masa ingente, es ciertamente espeluznante. Y envidiable, tanto en su planificación como en la puesta en escena. En ese aspecto, resulta totalmente original la manera en que muestra la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima (aprovechando el rostro de una mujer muerta para reflejar el blanquecino resplandor creado), o en ese acercamiento visual al cine de Fellini a través de dos escenas muy concretas: el desfile de coches de lujo por las calles del Shanghai más miserable, con sus pasajeros disfrazados para un carnaval, o el descubrimiento de un estadio deportivo, por parte de un innumerable grupo de almas en pena y recién liberadas de un campo de concentración, en el que se almacenan los tesoros más dispares confiscados tras la toma de la capital, desde un piano de cola blanco a un lujoso Rolls-Royce, pasando por un sinfín de góticas estatuas doradas; un pasado de opulencias y riquezas que aparecerán ante los ojos de sus antiguos propietarios, ahora horrorizados y moribundos

Pero lo peor de todo, rompiendo sus buenas intenciones, es que su tiempo narrativo no le acompaña en absoluto. Se pierde, en multitud de ocasiones, en dejar bien claro que al joven protagonista sólo le interesan los aviones y poca cosa más, intentando excusar en todo momento que esa pasión sea una cuestión enfermiza. Tanto se encierra en ese tema que, por ejemplo, es incapaz de plasmar mejor esa extraña relación de autodependencia que se crea entre el joven Jim y el norteamericano Basie, esa especie de sustituto de la figura paterna, un tanto jetas y sin escrúpulos, al que da vida un encomiable John Malkovich y de la que no se acaban de entender algunas de las ilógicas reacciones que muestran, tanto el uno como el otro, a lo largo de todo el metraje. Y, como es habitual en Spielberg, se deja llevar de nuevo por esa dulzonería empalagosa que normalmente acompaña a su cine, cuando en realidad se trataba de un título que pedía a gritos ser más visceral y desgarrador en el modo de afrontar esa historia, tal y como hizo años después con la magistral La Lista de Schlinder.

Y poca cosa más, a parte de destacar la inconfundible banda sonora del sempiterno John Williams, fiel a su estilo de siempre, y de señalar un curioso detalle anecdótico ya que, buena parte de esta producción, las escenas que transcurren en el campo de internamiento, fueron filmadas en tierras españolas, concretamente en Cádiz, en el pueblo de Trebujena.

20.3.05

Más allá de Hitler y Mussolini

6 de mayo de 1938. La Roma de Mussolini se prepara para recibir, con todos los honores, la visita oficial de Hitler. La ciudad está engalanada, banderas nazis afloran hasta en el más impensado recodo, pues un gran desfile militar transcurrirá por la capital italiana, Se trata de un encuentro histórico, pues el Führer y el Duce juntos no son moco de pavo. El fascismo está de fiesta, se desempolvan uniformes para salir a la calle y aclamar a los dos líderes mundiales.

A través de un corrillo de imágenes documentales de la época, en blanco y negro y perfectamente elegidas, a modo de NO-DO reaccionario, se inicia una de las obras maestras de uno de los grandes del cine italiano, Ettore Scola. Se trata de Una Jornada Particular, con guión original del propio realizador junto con Maurizio Costanzo y Ruggero Maccari. Y recalco lo del guión original porque, a pesar de lo que muchos puedan pensar, no está basada en ninguna obra de teatro, ya que Scola, para situar la película, tan sólo recurre a un par o tres de escenarios distintos, siendo interpretada, prácticamente, por dos únicos actores. Esa escenografía, casi teatral, fue lo que indujo a Josep María Flotats a llevarla a los escenarios de Barcelona, pocos años después de su estreno en nuestro país.

Sophia Loren y Marcello Mastroianni, dos monstruos del cine italiano, son sus principales protagonista. Ella es Antonietta, madre de seis hijos, una mujer imbuida por la ideología fascista y casada con un machista insolente y adepto al régimen. Él es Gabriele, un hombre solitario, antiguo locutor de radio despedido de su trabajo por ser considerado un tipo perverso. Nunca habían coincidido antes, a pesar de ser vecinos del mismo inmueble, un gigantesco edificio tras el que se esconde una lánguida colmena de trabajadores, quienes, en una jornada tan particular como esa, han dejado sus domicilios vacíos. Todos están en la calle, vitoreando a los dos fachendas, excepto Antonietta y Gabriele. Ella, un tanto a regañadientes, se queda en su piso para ejercer de Maruja, pues seis hijos y un marido no dan para otra cosa. Él hace lo mismo, aunque por convicción ideológica. Pero ese día, el azar, en forma de ave, los unirá por vez primera.

A partir de aquí, Scola empieza a jugar con esos dos personajes. Loren y Mastroianni. Mastroianni y Loren. El orden de los factores no altera el producto. Sólo por verlos actuar a ellos ya vale la pena Una Jornada Particular. Se trata de magia en estado puro. Química de alto nivel. Ni un ademán innecesario, ni una mueca de más. Y no sólo ellos, sino que a la película hay que sumarle los detalles. Esos pequeños detalles que Scola cuida hasta extremos insospechados, pues son auténticos apuntes cotidianos, de esos que cada día se cruzan en nuestras vidas. Ese grano de café perdido en el suelo, aquel que Antonietta recoge al vuelo, como quien no quiere la cosa, para esconderlo en el bolsillo de su ajada bata o, sencillamente, esa mesa desordenada de la cocina, tras el apresurado desayuno de siete bárbaros, con las tazas de café con leche vacías y mal amontonadas.

Antonietta y Gabriele. Gabriele y Antonietta. Dos seres tristes, amargados. Ella adora al Duce, pues no conoce otra cosa, aunque se siente explotada. Odia su incultura y envidia la corrección y los buenos modales de su vecino. Y él se engancha a su sinceridad, a pesar de no comulgar en absoluto con el fascismo. Y empiezan a hurgar uno en la vida del otro. Investigan. Se preguntan. Se miran. Se huelen. Comparten recuerdos. Y entonces, cuando más fascinados están el uno por el otro, aparecen los recelos, esos temores estúpidos y sin fundamento que nos amargan siempre los mejores momentos. ¿Quién es este hombre, un subversivo, un antifascista...?. Y tras los recelos, la dura confesión de un ser castigado y perseguido. Una confesión a grito pelado, de esas que hay que chillarlas para quedar descansado, para soltar la rabia acumulada. Y con ello, tras esa confesión, el drama diario de esos dos seres sin esperanza aún parece agigantarse más.

Una película triste, emotiva y sórdida, casi asfixiante. Entre silencios y miradas parece que no ocurra nada, pero en realidad nos está contando mucho. Muchísimo. Un retrato pasional de un tiempo oscuro y frío, de una gente a la que le tocó vivir una época que nunca debería haber existido, llena de odios y rencores. De amores y desamores. Y, sobre todo, de frustraciones e impotencia.

Y de fondo, como banda sonora, la crispante emisión radiofónica narrando todo cuanto acontecía en la calle. Una manera original y única de plasmar una fecha tristemente histórica, dejándola en un segundo plano pero, en el fondo, resaltando que, tras esa exaltación nacional, se escondía la verdadera protagonista de la película, la única culpable de maltratar a quienes vivieron esos años de oscurantismo.

En su estreno en salas de cine, Scola rebajó el color del negativo fotográfico original, otorgándole así un tono sepia apagadísimo. Casi en blanco y negro, con un leve toque de coloración, consiguiendo, de esa manera, dar aún más sensación de desasosiego a la historia de Gabriele y Antonietta. Es una lástima, en ese aspecto, que la productora, para sus posteriores pases televisivos y su edición videográfica y digital, no respetara la decisión original de su director.

Recupérenla ahora mismo. Es una verdadera lección de CINE, con mayúsculas y negrita.

Domingo de Ramos

19.3.05

Ellos también hicieron publicidad (X): Brigitte

Antes de dedicarse a la defensa de las focas y de convertirse en una de ellas, Brigitte Bardot era una mujer espléndida y guapísima, sueño erótico de un par de generaciones. Incluso era fumadora, pues lo de ir dejando el humo por todas partes aún no estaba mal visto. Y la chica no se cortaba en absoluto a la hora de hacer publicidad para una de las marcas más populares de cigarrillos.

Ahora se ha convertido en una verdadera apestada. Y no precisamente por el tabaco. Su matrimonio con un ultraderechista francés y el respaldo ofrecido a LePenn durante unas elecciones, fue el verdadero causante de su mal. Es una lástima que una criatura tan bella haya caído tan bajo.

18.3.05

Pa chulo él

Empieza el fin de semana, el momento ideal para los posts más distendidos. Hoy les dejo con una curiosa foto de una de las bestias cinematográficas más grandes, Marlon Brando. Aquí lo tienen, durante un descanso del rodaje de The Ugly American. A él siempre le gustaba jugar al límite, hasta en la hora de la siesta. Como yo.

17.3.05

Sean buenos: Dios existe

Bruce Nolan es un reportero de una cadena televisiva de Buffalo al que se le encargan los reportajes más chorras que se puedan imaginar. Tras largos años de trabajo en esa empresa, implora ser ascendido a conductor de noticiarios, cargo que le es otorgado a otro de sus compañeros. Todo parece irle en contra, empezando por su relación de pareja con Grace y terminando con el perro de ésta, un animal un tanto cazurro que se mea en todos los rincones de su apartamento. Tan cansado está de que todo le salga al revés, que acabará retando al mismísimo Dios para que se fije en él de una puñetera vez, el cual, ni corto ni perezoso, se plantará ante éste y, como reprimenda, le otorgará sus mismos poderes durante una semana entera.

Éste es el curioso punto de partida de Como Dios, una premisa que parece prometer infinidad de gags irreverentes. Para empezar, Jim Carrey, nuestro periodista gafado, no está tan pasado de rosca como en otras ocasiones. Buena señal. Pero allí se acaban todas las esperanzas de que esa película pueda funcionar, pues en momento alguno se atreve a entrar a saco en el tema religioso. Más bien todo lo contrario, ya que la película deja bien claro que Dios existe, que Dios es bondadoso y omnipresente pero que, por muchos superpoderes que tenga, le es imposible paliar toda la maldad humana. Y les puedo asegurar que los últimos quince minutos son de un moralista que da asco. En los 70 y desde nuestra televisión, ni esos sermones arcaicos que se montaba el apolillado Monseñor Guerra Campos llegaron tan lejos.

La verdad es que muy poco se podía esperar de Tom Shadyac, su realizador, pues todas las comedias anteriores que ha dirigido han resultado igualmente un fiasco considerable, empezando por sus dos colaboraciones con el mismo Carrey (el primer Ace Ventura y Mentiroso Compulsivo) y terminando con la melaza ofensiva que supuso Patch Adams, la del médico payaso con Robin Williams. Y es una pena, pues por una de esas ocasiones en las que Carrey afronta una comedia con el mínimo de exageraciones posibles, el tal Shadyac opta más por adoctrinarnos en la fe cristiana que por hacernos reír a través de la sátira religiosa.

Si algo es resaltable y coñón en esta fantochada se encuentra en la presencia de Morgan Freeman. Él es el encargado de dar vida a Dios, vestido con un impoluto traje blanco y dándole una dignidad y cierto toque de cinismo. Ciertamente envidiable. ¡Qué grande es Freeman! Aunque, para dioses en el cine, me quedo con el que interpretó Ralph Richardson en esa extraña comedia que, a principios de los 80, dirigió Terry Gilliam, Los Héroes del Tiempo. En ella, el desaparecido actor inglés hacía una creación de Dios ciertamente inolvidable: un tipo serio, estirado e impoluto, portador de una vestimenta elegante, exageradamente pulido, con un toque de maldad en su carácter y, ante todo, rencoroso, pues aquel que le gastaba una mala jugada era rápidamente apuntado en una pequeña libreta negra

Como Dios , aparte de ser una película digna de ser emitida por las televisiones más cutres durante la Semana Santa (que está al caer, por cierto), es un producto insulso y vacío, que en poco (o nada) explota la vena cómica de su protagonista y que parece conformarse, tan sólo, con un par o tres de gags mínimamente salvables.

Por cierto, durante la proyección, en una breve intervención interpretándose a sí mismo, aparece un Dios de verdad: Tony Bennett.